Partidarios de Kast celebran su victoria en las elecciones presidenciales. Santiago, Chile, 14-12-2025. AFP, Nur, Reinaldo Ubilla.
Pablo Pozzolo
Entrevista a Cristian González Farfán
Brecha, 19-12-2025
Correspondencia de Prensa, 23-12-2025
Periodista y doctor en lingüística, Pedro Santander desmenuza las causas de la maciza victoria de José Kast en las elecciones chilenas del domingo pasado. Entre ellas, ubica el desgaste de unas fuerzas progresistas que alternaron en el poder desde 1990 y muy poco pudieron transformar.
A diferencia de otras elecciones en Chile, la del domingo pasado fue una victoria previsible, contundente, amplia e inobjetable de José Antonio Kast sobre la oficialista Jeannette Jara. El 58,16 por ciento obtenido por el líder del Partido Republicano, contra el 41,84 de la militante comunista, implica la llegada a La Moneda del primer presidente abiertamente pinochetista tras la caída de la dictadura. Con más de 7 millones de votos, Kast se convirtió en el candidato con mayor apoyo de la historia de Chile, gracias al sistema de sufragio obligatorio e inscripción automática que rige en el país, mientras que Jara, aunque derrotada, logró agregar más de 1 millón de votos a sus resultados de la primera vuelta de noviembre.
El regreso de la ultraderecha, esta vez mediante votación popular y no por la vía de un golpe de Estado, acentúa los temores de amplios segmentos de la población que prevén un retroceso brutal de los derechos sociales conquistados. Y, a la vez, es un mazazo a las fuerzas progresistas que se alternaron el poder desde 1990 y que fueron incapaces de canalizar políticamente las demandas sociales emanadas de la revuelta popular de 2019. La extrema derecha, en cambio, logró encantar a los chilenos con un discurso simplista, basado en dos grandes temáticas: la migración irregular y la inseguridad pública.
Sobre las causas de este fracaso histórico de las izquierdas en estos 35 años de posdictadura en Chile y del triunfo y proyección del gobierno de Kast, Brecha conversó con el periodista, doctor en lingüística y profesor titular de la Escuela de Periodismo de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, Pedro Santander Molina, quien, además, es director del proyecto de investigación Demoscopía Electrónica del Espacio Público, que analiza la relación entre las redes sociales y los fenómenos políticos en Chile.
—¿El fin de la transición chilena ha llegado paradójicamente con el retorno del pinochetismo?
—Es un punto que en la academia se discute, pero no sé si con mucho sentido. Mientras tengamos la Constitución de Augusto Pinochet en nuestro ordenamiento jurídico e institucional, no creo que haya terminado la transición. Vivimos con las leyes laborales, el sistema de salud y el sistema jubilatorio impuestos por Pinochet. Y el triunfo de Kast, si bien tiene elementos nuevos en términos politológicos, nos remite al pinochetismo: viene de una familia involucrada en las matanzas de Paine [crímenes contra campesinos ocurridos en octubre de 1973 en la comuna donde se instaló el clan Kast tras llegar desde Alemania]; será el primer presidente que votó por la opción Sí en el plebiscito de 1988 [de continuidad o no de la dictadura]; es un defensor de los violadores de los derechos humanos y ha reivindicado al peor de los torturadores que están presos: Miguel Krassnoff [que ha sido condenado a más de mil años de cárcel].
—¿Dónde se pueden hallar las claves del fracaso de la izquierda y la centroizquierda en estos 35 años de pospinochetismo?
—La izquierda debe hacerse una profunda, creativa e inteligente autocrítica. Lo tuvo todo, hace cinco y seis años atrás, para dar un salto histórico y eliminar los vestigios pinochetistas: el estallido social, un plebiscito de entrada con un 80 por ciento a favor de cambiar la Constitución, una Convención Constitucional en la que la derecha no tuvo poder de veto, un presidente. Ni la izquierda dura, ni la socialdemócrata ni la posmoderna estuvieron a la altura para encauzar una ventana histórica breve, como suele pasarles a las izquierdas.
Con el triunfo de Kast, hay dos izquierdas que son derrotadas: por un lado, la progre neoliberal, encarnada por la ex-Concertación [coalición que gobernó los primeros años posdictadura], que fue muy responsable de lo que sucede hoy, porque, siendo mayoría y hegemonía, no quiso saldar cuentas con el pasado ni quiso tocar la Constitución de Pinochet y enterró el tema de la memoria; por otro, la izquierda posmoderna del Frente Amplio, que peleaba por una vocal «e» en vez de la «o». Esa izquierda fragmentada estuvo en gran medida a cargo de redactar la propuesta constitucional que fue rechazada, y luego de eso se vino todo cuesta abajo en la rodada.
—¿Esta izquierda dejó de hablar a las clases populares?
—Es que nunca conoció las clases populares. No es que se haya ido de ahí. Estuvo en sus aulas universitarias, en sus posgrados en el extranjero y de ahí pasó a La Moneda. Nunca se empapó de pueblo. En este fracaso de la izquierda socialdemócrata neoliberal y la posmoderna, la izquierda que quedó mejor parada fue el Partido Comunista. Tiene una bancada importante en el Congreso y a Jara. Un dato no menor es que más de 5 millones de chilenos estuvieron dispuestos a votar por una candidata comunista, en un Occidente que suele presentar el comunismo como algo anacrónico.
El fracaso de la izquierda posmoderna debilitó las visiones de la izquierda histórica, y el de la izquierda neoliberal entregó las banderas de la lucha social al capital. No tiene sentido una izquierda que se mantenga fuera de la lucha contra la desigualdad social. Si uno revisa la experiencia comparada, en Colombia, México y Brasil hay una izquierda que, con un discurso propio de estos tiempos, no de los años ochenta, ha mantenido el eje central de las reivindicaciones de la lucha social.
—¿Fue muy precipitado condicionar el éxito del gobierno de Gabriel Boric al triunfo del Apruebo a la reforma constitucional?
—Yo creo que a Boric le llegó antes de tiempo el cargo y rápidamente claudicó. Pasó de decir que Chile sería la tumba del neoliberalismo a ser el mateo del curso en mantener la institucionalidad del modelo. Boric era representante de todo ese momento histórico para el pueblo chileno. Pero se puso la banda y guardó esa energía movilizadora. Hizo lo mismo que la izquierda neoliberal en los noventa: le dijo al país: «Nosotros nos encargamos» y, en vez de mantener al pueblo activo, se convirtió en un buen administrador, en un quinto presidente de la Concertación.
—¿Hay algo que te parezca rescatable del gobierno de Boric? Las cifras desmienten la frase «Chile se cae a pedazos», acuñada por la derecha.
—Sí, hay que hacer reconocimientos. Yo hablo de la crítica política general, pero hay que valorar que Boric logró mantener la inflación controlada y la tasa de crecimiento por encima de la media latinoamericana, el alza de salario mínimo, la Pensión Garantizada Universal, que beneficiará a adultos mayores de 75 años o más en 2026, la ley papito corazón [que crea mecanismos para que los padres paguen pensión alimenticia por sus hijos]. Todo esto va en la lógica de administración del Estado neoliberal, pero tiene incidencia.
—Con un estallido social sobre su cabeza, ¿en qué momento la derecha comienza a ganar terreno y a repuntar hasta llegar a este 2026?
—La derecha occidental tiene mucha experiencia de lucha por la defensa de sus intereses. Uno cree que el lenguaje de la lucha se asocia a la izquierda, del que tenemos ejemplos de sobra en América Latina. Pero no por eso podemos olvidar que la derecha tiene más experiencia de lucha que la izquierda en términos cualitativos y cuantitativos. Son siglos de experiencia frente a las clases populares, a los rotos, a los negros, a los indios. En Chile terminaron de golpe al gobierno de la Unidad Popular y cambiaron para siempre a nuestro país que iba por una senda distinta.
En este ciclo político, la derecha se dio cuenta muy hábilmente que el proyecto constitucional de la primera Convención no estaba sintonizando con las preocupaciones de los chilenos, que siempre han sido las socioeconómicas. La derecha tuvo sus radares bien puestos y logró instalar los grandes temas frente a una Convención que hablaba de «seres sintientes», «disidencias», plurinacionalidad. No todo fue culpa de la Convención: la derecha lo mezcló con una tremenda campaña de desinformación inédita. La derecha sabía que, si perdía la Constitución de Pinochet, se le derrumbaba todo el castillo.
—¿Es fundado el temor que tienen los sectores de izquierda respecto al gobierno de Kast?
—Es absolutamente esperable y legítimo que haya una actitud de alerta, vigilancia y temor frente a alguien partidario de indultar a los peores criminales de nuestra historia. Pienso que los más perjudicados van a ser los trabajadores: Kast dijo que recortará el gasto público en 6.000 millones de dólares, que rebajará los impuestos a las grandes empresas. Eso puede generar conflictividad social. Y creo que vamos a ver la mano dura en el Wallmapu, en la zona de Temucuicui, donde son muy activos los movimientos de resistencia mapuche.
—¿Kast puede ser esclavo de sus expectativas en materia de migración y seguridad pública?
—Claro. Hay que admitir que Kast hizo una campaña muy inteligente: no habló mucho y se concentró en seguridad y migración. Todas sus promesas están ahí, y eso hizo que ganara de norte a sur. Son dos grandes preocupaciones reales y legítimas de la población chilena, pero sabemos que la situación migratoria no va a cambiar mucho. Los migrantes contribuyen de manera clave a la economía chilena, pagan impuestos, hacen trabajos que los chilenos no quieren tomar. Y en el tema seguridad, creo que las fuerzas policiales se pondrán a la orden de Kast con mucho gusto. Veremos si logra enfrentar la corrupción en Carabineros, en Gendarmería. Se han conocido casos de transporte de droga en aviones de la Fuerza Aérea y de militares protegiendo a narcos en el norte. Si no se toca eso, la seguridad va a ser cosmética. De ese 60 por ciento que votó por Kast, debe haber un 15-20 por ciento que puede oscilar en su voto, y ellos no van a tener la paciencia de dos o tres años para que se cumplan sus expectativas.
—El martes Kast hizo su primer viaje como presidente electo a Argentina y se reunió con Javier Milei. Luego se supo que le ofreció un cargo en su futuro gabinete al secretario de política económica del gobierno de Milei, el argentino-chileno José Luis Daza. ¿Es esperable que en Chile se vean las mismas políticas de Milei? En su cierre de campaña, Kast habló de un «shock económico inicial».
—Es muy significativo que la primera visita de Kast sea a Milei. Pero su primer discurso no fue a lo Milei, sino moderado. Agradeció a Jara y pidió respeto. Una cosa es lo discursivo y otra la política real. Desde hace rato que Kast es un activo participante de las redes de ultraderecha en el mundo. Chile se sumará a otros muchos países (Argentina, Perú, Paraguay, Bolivia) aliados fieles de los intereses de Estados Unidos y del gran capital, pero habrá que esperar a la formación del gabinete para tener conclusiones más claras respecto de esa economía de shock. Yo creo que él va a hacer grandes transformaciones en materia social y económica.
Pero hay una diferencia con Argentina y otros países: en Chile, un 40 por ciento votó al progresismo, y eso no es poco. Habrá un centro oscilatorio que se puede ir para cualquier otro lado. Las políticas de shock a lo Milei no van a resultar en Chile, porque hay una lideresa nueva, que no arrastra un cansancio histórico, que logró aglutinar desde la Democracia Cristiana hasta el Partido Comunista y que remontó desde un 26 por ciento en la primera vuelta a un 42 por ciento. Hay un Senado empatado. Y finalmente, aunque parezca lejano, hubo un estallido social hace cinco años.
Cinco años no es mucho, y ese tiempo está mediado por derrotas de ese movimiento. Cualquier político no puede dejar de considerar la variable de los ciclos de movilización social que en Chile asoman cada cierto tiempo. A veces se extienden, a veces son espasmos muy cortos. Habrá que ver cómo Jeannette Jara direcciona la fuerza de ese 42 por ciento que logró reunir. Y la nueva oposición debe volver a conectar con las mayorías sociales, con el mundo popular, del trabajo, estudiantil. No debe caer en la trampa del discurso de la izquierda posmoderna ni el de la neoliberal: el primero es marginal dentro de las preocupaciones de los chilenos, y el segundo es funcional al gran capital.
Quién es José Antonio Kast
Nacido hace 59 años en una comuna acomodada de Santiago en una familia alemana llegada a Chile después de la Segunda Guerra Mundial, José Antonio Kast supo, en su tercera tentativa de acceder a la presidencia chilena, reunir a los electorados del conjunto de la derecha, desde los libertarianos que se inclinaron en primera vuelta por Johannes Kaiser hasta los algo más moderados que tuvieron como candidata a Evelyn Matthei. En su postulación anterior, en 2021, había sido derrotado por el todavía presidente Gabriel Boric por 12 puntos. Cuatro años antes, en 2017, apenas había superado el 8 por ciento.
A lo largo de su carrera política, Kast ha respondido más a la prédica de su padre Michael, de pasado nazi, que a la de su abuelo, vinculado a la socialdemocracia.
Ferviente católico, cercano al Opus Dei, nunca negó sus simpatías por la dictadura de Augusto Pinochet y admitió en años recientes que, si el general estuviera vivo, lo hubiera respaldado. Su hermano mayor integró el gobierno de Pinochet. Sus comienzos en la vida política lo vinculan a Jaime Guzmán, redactor de la Constitución pinochetista de 1980, muerto en 1991 por un comando del Frente Patriótico Manuel Rodríguez. Dejó la Unión Democrática Independiente, el partido fundado por Guzmán, por el que fue electo edil y diputado, por considerar que se había moderado en exceso, y creó el Partido Republicano. Sus referentes en política internacional son Javier Milei, Donald Trump y Nayib Bukele. Consultado recientemente acerca de su opinión sobre una eventual invasión estadounidense a Venezuela, respondió que la respaldaría. Poco antes de la primera vuelta de las pasadas elecciones, prometió encabezar un «gobierno de emergencia» que, entre sus primeras medidas, recortará el gesto público en 6.000 millones de dólares, procederá a expulsiones masivas de migrantes y asumirá una política de mano dura en materia de seguridad, «al estilo Bukele».