Damasco, 9-12-2024. Foto EFE/EPA/BILAL AL HAMMOUD
Ziad Majed*
A l’encontre, 20-12-2025
Traducción de Correspondencia de Prensa, 25-12-2025
Un año después de la caída y desaparición definitiva del asadismo, Siria sigue embarcada en una trayectoria en la que las características del poder apuntan a un sistema que combina autoritarismo, confesionalismo, clientelismo y una aceptación limitada de la disidencia política y el pluralismo social, junto con una amplia liberalización económica y una gran flexibilidad en las relaciones exteriores.
Parte de los análisis políticos que acompañaron y siguieron la caída del régimen dictatorial de Assad —marcada por la huida de su jefe, su séquito y los capitales que habían acaparado metódicamente— partían del postulado de que la democracia estaba ahora al alcance de la mano en Siria. Según esta interpretación, el esfuerzo por instaurarla, o al menos por sentar sus primeras bases, podría contar con el apoyo de las potencias occidentales, a cambio del levantamiento de sus sanciones, lo que abriría el camino a la reconstrucción y al rescate de una economía exangüe.
Otros análisis, por el contrario, han planteado la hipótesis de una Siria condenada a una guerra civil generalizada, a un endurecimiento duradero de las sanciones y a un mayor aislamiento. Estos análisis describen al nuevo poder, surgido de un caldo de cultivo yihadista, como una simple variante —aún incompleta— del asadismo y de su modelo totalitario, pacientemente forjado durante medio siglo.
En realidad, estas dos hipótesis se basan en representaciones en gran medida infundadas o en interpretaciones erróneamente erigidas en características esencialistas, ya sea en lo que se refiere a las dinámicas internas sirias o a las relaciones del país con su entorno regional e internacional.
La ilusión democrática
La primera hipótesis —la de un horizonte democrático sustentado en condiciones externas— pasa por alto un hecho importante: la democracia ha ido desapareciendo progresivamente del discurso oficial estadounidense desde el primer mandato de Donald Trump, una evolución que refleja más abiertamente las prácticas efectivas, denominadas «realistas», de la política exterior de los Estados Unidos. También hace caso omiso del evidente retroceso de la democracia en Europa occidental, bajo el efecto combinado del auge de la extrema derecha, el racismo y la obsesión migratoria, por un lado, y el endurecimiento de los dispositivos de vigilancia y represión dirigidos contra los movimientos de protesta social, por otro. Esta dinámica represiva ha alcanzado su paroxismo en los últimos dos años, con las ofensivas políticas, de seguridad y judiciales contra las movilizaciones de apoyo a los palestinos y, en general, al derecho internacional.
A esto hay que agregar un elemento decisivo: las condiciones impuestas por las potencias regionales al nuevo poder sirio no tienen absolutamente nada que ver con la democracia ni con sus exigencias. Ni las libertades públicas o privadas, ni los procesos constitucionales, ni la integridad electoral, ni la justicia transicional o la independencia del poder judicial figuran entre los objetivos defendidos o promovidos en la región.
Esta omisión no es de extrañar, ya que estas reivindicaciones surgieron a raíz de una revolución [2011] cuya represión —y deliberada transformación en una guerra de desgaste— figuraba entre los objetivos apenas velados de varios Estados implicados o directamente relacionados con el conflicto. La incorporación del factor israelí, ya sea mediante la agresión militar y la ocupación de nuevos territorios al sur de Siria, o la injerencia en las dinámicas confesionales, sobre las que volveremos más adelante, acaba de aclarar el panorama: Siria se inscribe en una ecuación regional dominada por Israel, en la que la normalización constituye la principal palanca de la ayuda estadounidense, muy alejada de cualquier otra consideración política.
La segunda hipótesis, por su parte, se basa en una simplificación, o incluso en un desconocimiento. Porque en ciencias políticas no se puede comparar razonablemente un régimen que ha gobernado durante más de medio siglo, ocupado parcial o totalmente un país vecino [el Líbano, de 1976 a 2005] durante veintinueve años, librado una guerra devastadora de nueve años contra su propia sociedad y dedicado luego cinco años a gestionar prisiones, instituciones de seguridad y tráfico de estupefacientes bajo ocupaciones rusa e iraní, aislamiento occidental, fragmentación territorial e ingeniería demográfica, con un nuevo poder que solo tiene un año de existencia y aún no se ha constituido como régimen propiamente dicho.
El poder de Ahmed Al-Charaa sigue siendo una formación híbrida, moldeada por la guerra que llevó a cabo, por sus alianzas y por sus lealtades estrechas. Su capacidad para monopolizar la autoridad en círculos restringidos se deriva tanto del capital simbólico asociado a su victoria militar contra el régimen de Assad como de la ausencia de alternativas internas creíbles, consecuencia de la fragmentación de las solidaridades (‘assabiyya) capaces de federar a combatientes y burócratas, ya sean leales u oportunistas, fuera de su marco, y de las relaciones exteriores que le garantizan, en diversos grados, el apoyo de Turquía, Arabia Saudita, Qatar, los Emiratos Árabes Unidos, Estados Unidos y Francia, y más ampliamente de Europa, junto con una normalización de las relaciones con Rusia y unos cautos contactos con Israel.
El conjunto de estos elementos consolida progresivamente sus cimientos y puede dar lugar a un sistema autoritario, sin que por ello pueda asimilarse al régimen derrocado, no solo por razones internas relacionadas con las configuraciones confesionales o generacionales, sino también por razones ideológicas, relacionales, institucionales y económicas.
Todo ello se inscribe en una coyuntura histórica que no se parece ni a la de la Guerra Fría o su inmediata secuela, ni a la de 2011, con sus esperanzas, sus movilizaciones y, tras ellas, la violencia organizada, las destrucciones sistemáticas, las muertes bajo la tortura y los desplazamientos masivos.
¿Debemos concluir, por lo tanto, que existe una ruptura total entre los momentos fundacionales de las décadas pasadas y la secuencia actual, o entre las aspiraciones de cambio del inicio de las revoluciones árabes y las realidades sociales de 2025? Evidentemente, no. Lo que está ocurriendo actualmente es, en parte, el resultado acumulativo de lo que ocurrió en Siria y en sus relaciones con la región y el mundo durante el período transcurrido. En parte, también es el resultado de las relaciones de poder impuestas desde el exterior a un espacio interior profundamente desarticulado, relaciones que pueden prolongarse o evolucionar marginalmente, pero que difícilmente pueden revertirse de forma radical.
A escala regional, las fuerzas políticas y sociales impulsoras del cambio ocupan ahora una posición marginal, debido a la represión que han sufrido, al agotamiento y al sentimiento de impotencia que las rodea, así como a su incompatibilidad con las prioridades globales, que privilegian la estabilidad frente a la reforma y la normalización de la realidad frente al respeto del derecho internacional y las exigencias de justicia.
La ilusión de la guerra civil
La cuestión de la guerra civil, que ocupa un lugar central en la segunda hipótesis, y más ampliamente la de la violencia comunitaria generalizada, sigue siendo sin embargo una preocupación legítima, independientemente de las intenciones o proyecciones de quienes la evocan. Tres meses después de la caída de Assad, tras un período expectante en el que las violaciones fueron limitadas, algunas regiones vivieron un rápido deterioro que desembocó en dos grandes masacres y, posteriormente, en ciclos de violencia intermitente que aún continúan.
La primera masacre se produjo tras los enfrentamientos con los restos del antiguo régimen en las zonas costeras y se dirigió contra civiles alauitas en decenas de localidades y barrios urbanos, por motivos confesionales, vengativos y terroristas. La segunda se produjo tras los enfrentamientos entre grupos armados tribales y combatientes drusos en Jabal al-Arab [Jabal al-Druze], dirigidas de la misma manera contra civiles drusos y sus aldeas, provocando miles de muertos, heridos y desplazados.
Esta violencia coincidió con el secuestro de mujeres —en su mayoría alauitas— lo que constituye un crimen continuo y sistemático, con prácticas de maltratos y quema de bienes, así como con asesinatos por motivos religiosos en la ciudad de Homs y sus alrededores, los que aún continúan.
La trágica situación de Jabal al-Arab, donde ya antes de la masacre habían surgido tendencias separatistas y llamamientos a formas de alianza con Israel, que luego fueron instrumentalizados, constituye un laboratorio de los riesgos de resurgimiento de conflictos internos o de la búsqueda forzada de «soluciones estrictamente administrativas».
Estas podrían articular las dimensiones confesional y nacional, en particular a través de la cuestión kurda, aún sin resolver, y sus implicaciones territoriales y económicas, teniendo en cuenta el control [de las fuerzas kurdas] de más del 20 % del territorio sirio y de importantes recursos petrolíferos e hídricos. Sin embargo, tales soluciones no podrían contemplarse al margen de una descentralización ampliada y de una forma de «justicia parcial» que, de adoptarse, alejaría aún más al poder actual del antiguo modelo centralizado.
Sin embargo, nada indica que Siria esté inmersa —o a punto de estarlo— en un escenario de guerra total. Los equilibrios internos y externos no lo permiten, y el nuevo poder, a pesar de la complicidad de sus aparatos de seguridad en las dos masacres, no puede hacer de la guerra un modo de gobierno y tampoco lo necesita para afianzar su legitimidad exterior. Al contrario, lo que ha obtenido o le han concedido hasta ahora podría verse seriamente comprometido si perdiera el argumento de la estabilidad interna. Además, ninguna guerra puede mantenerse de forma duradera sin una economía capaz de alimentarla, condición que no reúnen las configuraciones regionales, internacionales y nacionales actuales.
Un año después de la caída y desaparición definitiva del asadismo, Siria sigue inmersa en una trayectoria en la que las características del poder dejan entrever un sistema que combina, en grados variables y coexistentes, autoritarismo, confesionalismo, clientelismo y una aceptación limitada de la disidencia política y el pluralismo social, junto con una amplia liberalización económica y una gran flexibilidad en las relaciones exteriores, con los compromisos y acuerdos que ello implica para atraer inversiones y grandes proyectos.
Por lo tanto, los márgenes de acción más eficaces de la sociedad civil residen en la capacidad de influir en estos diferentes registros, ampliando algunos de ellos y limitando otros, así como en un trabajo, tanto a nivel interno como internacional, que tenga por objeto aumentar el costo y la dificultad de todas las formas de violencia y agotar de forma duradera sus recursos morales y financieros.
Artículo original publicado en árbe en el sitio libanés Megaphone el 12-12-2025. Traducción francesa publicada en el blog de Ziad Majed, 14-12-2025.
*Ziad Majed, politólogo franco-libanés, profesor en la American University of Paris.