Radiografía del sistema: ¿cuáles son las peores y mejores cárceles?
Qué Pasa, 4-6-2023
Correspondencia de Prensa, 5-6-2023
El irrefrenable crecimiento de los presos
Es como una fiebre que no baja. Uruguay nunca tuvo tantos presos. Dos semanas atrás, cuando comenzó a prepararse este informe, la cifra era de 14.796 y al cierre de esta edición ya sumaban 14.903. A su vez, la Dirección Nacional de Supervisión de Libertad Asistida vigila a casi 20.000 personas que cumplen su condena con medidas alternativas al encierro. El ritmo de crecimiento no da tregua, es un número rojo que las autoridades del Instituto Nacional de Rehabilitación (INR), el sistema judicial y distintos organismos públicos, incluyendo la oficina del Comisionado Parlamentario Penitenciario reciben a diario y les quita el aliento.
El incremento de la delincuencia fue paulatino. Desde el 2000, se triplicó la cantidad de personas en cárceles. Hasta que el país pasó a ocupar el puesto número 10 en el mundo entre los que tienen más población privada de libertad. Por distintos factores —como los cambios legislativos que han endurecido las penas y limitado los instrumentos de medidas sustitutivas al encierro— a partir de 2020 el sistema penitenciario ingresó a 3.000 nuevos presos. La cantidad de mujeres tras las rejas creció más del doble en relación a los hombres.
Esto para el Estado tiene un efecto multiplicador. Son otras tres mil camas en cárceles que en su inmensa mayoría no se construyeron para volúmenes tan grandes. Son tres mil personas más para brindarles asistencia médica. Conducirlas a las fiscalías y a los juzgados. Que reciben visitas. Tres mil bocas más para alimentar. Evitar que se fuguen, sean heridas y asesinadas. Tres mil de las cuales muchas querrán estudiar y trabajar para redimir pena y encaminar su rehabilitación, lo que se traduce en más salones, más equipos docentes y la necesidad de más empresas que los empleen. Esto a su vez requiere más funcionarios que los custodien. Y más móviles policiales. En definitiva, ampliar un presupuesto del que el INR todavía no sabe de cuánto dispondrá: su dirección solicitó el máximo y aguarda con los dedos cruzados.
El problema se agrava si se analiza quiénes son las personas que ingresan a las cárceles. Luis Mendoza, el director del instituto, al que anteceden 48 años de servicio, dice que la única manera de conocerlos es ponerse en la piel de los presos, “si los juzgamos desde nuestra experiencia nunca vamos a entender la realidad que traen consigo”. Rejas adentro conviven dos generaciones, tal vez tres. Hoy, la gran mayoría de los que entran son hombres de entre 25 y 30 años de edad. Más del 90% tiene un problema de consumo de estupefacientes y el 55% es, además, analfabeto. Muchos nunca trabajaron en su vida. Demasiados les dicen a sus defensores que no tienen a nadie: cuando pongan un pie afuera, no tendrán a donde ir. Esto contribuye a que el reingreso sea alto. Hay personas que cuando son liberadas cometen delitos leves y vuelven a la cárcel hasta tres veces en un mismo año, cuenta Mendoza.
Últimamente, son tantos los que entran estando en situación de calle que en el Centro de Ingreso, Diagnóstico y Derivación (CIDD) del área metropolitana —donde se concentra el 70% de la población carcelaria— los funcionarios consiguieron un ropero donado, en el que juntan ropa y zapatos. Los detenidos llegan descalzos, sin abrigo. Con piojos. Algunos no se bañan desde hace días. Están sin comer. Mendoza concentra este panorama en una imagen: cuando el ómnibus que trae a los nuevos detenidos arriba a Santiago Vázquez (exComcar, unidad n°4), los ha visto caminando acuclillados, recogiendo las colillas de cigarrillos que se encuentran en el camino al módulo donde serán encerrados.
El perfil del preso uruguayo también se ha recrudecido. Si las prisiones hoy tienen un problema de densidad porque la mayoría están pobladas por encima de su capacidad, las que están peor son las requieren un mayor nivel de seguridad que se ajuste a la población que está ingresando. Estas son el tipo de cárceles que se necesitan para apaciguar el hacinamiento que hay en algunos módulos de Santiago Vázquez (Montevideo), de Canelones (unidad n° 7) y de Las Rosas, en Maldonado (unidad N°13), plantea Mendoza.
Por eso, en breve comenzarán las obras en el mismo terreno del Penal de Libertad (unidades n° 2 y 3) para construir otras tres cárceles de alto nivel de seguridad: la 27, la 28 y la 29. Cada una tendrá 430 plazas y su propio CIDD. Por su tamaño, hay quienes ya le llaman “el nuevo Comcar”. Mejor dicho: el segundo Comcar, vendría a ser. Otra “ciudad” que crecerá detrás de las rejas.
Radiografía del hacinamiento
Cuando hablamos de hacinamiento puede ser esto: que una celda pensada para cuatro personas, con dos cuchetas, un espacio pequeño para circular, una pileta, un wáter y una ducha, la ocupen ocho o diez presos. Si hay colchones extra se comparten y si no los hay, se rotan para dormir. La defensora de ejecución Claudia González, integrante de la Asociación de Defensores Públicos, recuerda haber visto a un hombre durmiendo debajo de una cucheta, en un hueco. “Es como si vos durmieras debajo de tu cama”, dice.
El de la densidad es un problema grave que, de acuerdo a un pedido de acceso a la información que realizó El País, representa una sobrepoblación del 118,7% para todo el sistema. Otra forma de decirlo es que 2.336 privados de libertad no tienen una cama.
Según este relevamiento, 18 de las 26 unidades están ocupadas por encima de su capacidad. En algunos casos el margen es leve, como en Lavalleja (103,10%), Río Negro (105%) y Colonia (111,20%). En otros, es grave. Esto sucede en Artigas (183,80%), Treinta y Tres y Paysandú (ambas 177,70%), en la cárcel de mujeres en Montevideo (173,70%), Durazno (172,40%), Salto (161%), Rivera (148,80%) y Canelones (131,60%).
Unos días atrás, la Justicia intimó al Ministerio del Interior a aplicar el plan de mejoras que la oficina del Comisionado Parlamentario Penitenciario planteó ante “las condiciones inaceptables” que su director, Juan Miguel Petit, denunció en el módulo 2 de la cárcel de Canelones, donde se alojan 716 internos. En el avance del informe de 2022 al que accedió El País, Petit detalla que detectó a 30 presos sin celda durmiendo en el piso de la planchada interior, y que en las 33 celdas del sector no hay camas: vio una sola cucheta en todo el celdario. Los servicios —duchas, saneamiento, instalaciones eléctricas— están en pésimas condiciones, sumado a las “casi nulas actividades de rehabilitación”. En los calabozos donde los presos esperan a ser trasladados, no salen al patio ni a la planchada en común del sector. “Permanecen hacinados en sus celdas por más de 10 días”, agrega el informe.
El caso de Santiago Vázquez (exComcar), difiere según el módulo. En líneas generales, la sobrepoblación trepa al 127,60%. Algunos módulos tienen cupos disponibles, como el 7 (68,90% de ocupación), 2 (79,50%), 9 (80% de ocupación) y 6 (88,30%). En cambio, el resto están “explotados”. Los peores son el 3 (197,80%) y el 4 (195,20%). Le siguen el módulo 11 (149,50%), el 10 (141,70%) y el 8 (117,50%). En el 8, permanecen las personas formalizas que cumplen una medida cautelar de prisión preventiva.
La sobrepoblación no es siempre sinónimo de “condiciones terribles”. Lourdes Salinas, la operadora penitenciaria devenida en subdirectora técnica del INR, antigua “llavera” —“yo hacía conteo de presos, los sacaba y entraba, hacía requisas”—, exdirectora de la unidad n° 1 de Punta de Rieles y de Juan Soler, en San José (dos cárceles modelo), pone el ejemplo de Salto. “Es una unidad horrible, tiene casi el doble de la gente que puede abarcar pero no tiene índice de violencia ni muertes porque la convivencia es muy buena. Eso se logra porque se saca a un número importante de las celdas para trabajar y estudiar. Hay mucho diálogo con ellos para hacer intervenciones”, dice. Allí, están armando una decena de salones nuevos para ampliar la “comunidad educativa”.
En Artigas, en la cárcel que se inaugurará —sustituyendo a la actual— en setiembre, para 260 personas, también se harán nuevas aulas. “Tendrá cuatro módulos como la de Minas (catalogada como de las mejores) y dos barracas como la de Tacuarembó (que acaba de ser inaugurada), con techo liviano y celdas para seis”, describe Mendoza.
El actual edificio pertenece a la jefatura y tiene más de 120 años de construido. Es “añejo”, pero no llega a estar al nivel de la de Treinta y Tres: una unidad “espantosa”, cuyas paredes se levantaron un siglo atrás utilizando una mezcla con barro. Cuentan que hubo presos que las atravesaron haciendo agujeros con una cuchara.
A estas cárceles viejas, mientras tanto, se las ensanchó como se pudo. “Modificamos los espacios para tener más alojamiento: por ejemplo un comedor se convierte en celda, pero son lugares que no fueron construidos para tanta gente. Y no solo es armar una habitación, sino que necesita baño, saneamiento, luz, conexión eléctrica”, dice Salinas, la mano derecha de Mendoza. Son parches “para que la cárcel no explote”. Pero se tambalea.
El hacinamiento, entonces, no alcanza para determinar la mala fama de una cárcel. Así como Santiago Vázquez puede ser “un infierno” en sus peores módulos, cinco abogados particulares, tres defensoras de oficio y una jueza de ejecución señalaron que el Penal de Libertad es otro abismo. “El escalón más bajo en el que podés terminar después del Comcar”, describió una fuente judicial que semanalmente entrevista a privados de libertad. Allí han sucedido las últimas muertes.
Las mejores y las peores cárceles
En el sistema entero, y en el interior de cada unidad en particular, los dos conceptos que priman son el de “progresividad” y “regresividad”: dos fuerzas centrífugas que sellan el recorrido de un preso por las distintas cárceles.
El punto de partida de este “peregrinaje” es el CIDD. En la zona metropolitana (Montevideo, Canelones, San José), está localizado en la unidad n°1 de Punta de Rieles, el primer experimento de participación público privada. En el interior, en tanto, el recorrido empieza en la puerta de ingreso del INR en la cárcel del departamento.
Debido a que el 70% de los delitos se cometen en el área metropolitana, y que aquí es dónde se cristaliza el incremento de la delincuencia, las 100 plazas que inicialmente había previsto el CIDD no alcanzan y tiene una sobrepoblación de 148%.
El diseño prevé que en 72 horas —que según algunos abogados, a raíz de la saturación pueden llegar a extenderse hasta entre cinco y 15 días—, el privado de libertad sea evaluado por un equipo técnico que valorará distintos factores, pero fundamental su seguridad y su salud.
Desde 2017, para este análisis, se aplica un modelo de intervención penitenciaria llamado Riesgo, necesidad y capacidad de respuesta que según indica Salinas —de formación psicóloga—, les permite “predecir la conducta delictiva y por lo tanto cambiarla”. En una entrevista que conlleva una hora por persona, se aplica otro instrumento: Oasis. El Oasis arroja un número, que equivale a un nivel de riesgo bajo, medio y alto. Este nivel es una “orientación” para la intervención que el preso requerirá.
“Si es bajo, nos está diciendo que tiene algunas habilidades que hay que fortalecer”, apunta la subdirectora técnica. Pongámosle, si la persona culminó sus estudios en Primaria, se aspirará a que curse Secundaria durante la reclusión. “Si el nivel de riesgo es medio o alto, ahí la intervención debe ampliarse con programas específicos (drogas en caso de ser consumidor, de agresión sexual si cometió un delito de este tipo), educación y trabajo. Eso, ya veremos, es el mundo ideal; para algunos de los entrevistados, “una utopía”.
Las respuestas del preso —sobre su salud, sus vínculos familiares—, además del estudio de sus antecedentes y el delito que cometió, y el resultado del Oasis definen a qué unidad, y dentro de cada unidad a qué sector o módulo, será asignado.
El punto neurálgico de esta decisión es la seguridad, “que no es un fin en sí mismo” —aclara el director del INR—, “sino que fija los cimientos para edificar la rehabilitación”. Sin seguridad, todo se cae, según Mendoza. Seguridad significa determinar qué prisión garantiza mejor su integridad física e impedirá que se fugue.
Salvo algunos condenados que suelen ser ubicados en sectores particulares —sexuales, mujeres que lastimaron a niños, violencia doméstica—, las cárceles no se categorizan por concentrar un tipo de delito sino por su nivel de seguridad. Además, los que cumplen prisión preventiva —1.036, según datos del INR— están separados de los condenados. Antes solían ir al módulo 8 en Santiago Vázquez, pero el alto volumen obligó a crear más sectores en otras unidades.
“Es como armar un puzzle de alta ingeniería”, dice Mendoza. El asunto es que la mayoría llega al CIDD con un oficio judicial o de su defensa alegando que por “riesgo de vida” no puede ingresar a una cárcel con perímetro militar. “En algunas cárceles muy complicadas, el privado de libertad siente que es una rifa saber si va a sobrevivir”, dice la abogada Laura Robatto. No quieren ir ni al exComcar, ni al Penal de Libertad, ni a la cárcel de Canelones, que junto con la de Maldonado son consideradas “las peores”. En ese nivel también está la cárcel de mujeres, que será mudada a un nuevo edificio que se construirá en el predio de Punta de Rieles.
El módulo 8, en el exComcar, divide aguas. Desde la Asociación de Defensores Públicos, dicen que el diagnóstico depende de si es un preso reincidente —“en ese caso suelen firmar el acuerdo abreviado para no estar ahí, porque tienen menos patio y pocas posibilidades de estudio y trabajo”, apunta Virginia de los Santos—, o un primario —“muchos al hacer el acuerdo piden no salir de ese módulo, porque se sienten más protegidos”.
Para el abogado Marcos Pacheco, en cambio, la experiencia es oscura. “La Policía los lleva y los otros presos no me preguntes cómo hacen pero se enteran por qué delitos están y ahí empiezan los peajes. Les dan un teléfono y los obligan a llamar a sus familias. Al otro día, las familias empiezan a recibir mensajes, ‘mirá que lo vamos a pinchar, lo vamos a violar, lo vamos a quemar si no me mandás tanta plata’”.
En Libertad, el ambiente también “es pesado” porque allí van “los de antecedentes más complicados de conducta”, señala una jueza. La abogada Serrana Carbajal narra una guerra en el celdario que desde hace años enfrenta al sector A contra el B. “Ahí, como en los peores módulos del Comcar, tenés cero posibilidad de rehabilitación. Sí los presos de tu celda consumen, vos tenés que consumir. Y si no consumís, te roban”. Las medidas de seguridad son más estrictas aún que en el exComcar, lo que conlleva poco tiempo de patio. Esto a su vez empeora la convivencia, conformando así un círculo vicioso. En el INR reconocen la situación. Saben que algunos detenidos prefieren no salir al patio para evitar conflictos, ya que las peleas suelen desatarse en los espacios compartidos, incluso durante el espacio “sagrado” de las visitas.
“El problema que tenemos, es que hoy en día incluso los primarios llegan con estas advertencias de riesgo de vida. Vienen con problemas de la calle, o de sus familiares encerrados, incluso con enfrentamientos que comenzaron en el Inisa (Instituto Nacional de Inclusión Social Adolescente). Y todo eso se cobra en las cárceles, esa es la verdad”, dice Mendoza.
Los presos en las audiencias piden ir a una cárcel en el interior del país, “las tranquilas”. Quieren ir a unidades que tengan chacras, donde se trabaja la tierra (Libertad, Canelones, Juan Soler, Rivera, Lavalleja, Salto, Artigas, Treinta y Tres, Soriano, Tacuarembó). La unidad estrella es la de Florida. Empata con la de Juan Soler, en San José: las cárceles “de élite”, con un régimen abierto y baja seguridad, actividades y servicios en buenas condiciones. Luego, se destacan Campanero, en Lavalleja, y Piedra de los indios, en Colonia. También son solicitadas la nueva unidad de Tacuarembó y la n°6 de Punta de Rieles, en Montevideo. En el exComcar, los módulos 7 y 9, donde se trabaja en el Polo Industrial, hacen la diferencia. Esos presos reciben peculio —medio salario mínimo que cobra la familia o lo ahorran para su liberación—, se encargan del mantenimiento de las celdas y de la limpieza. “Los baños tienen olor a perfumol”, dice una jueza.
Miles de pedidos de traslados
La mayoría de los presos tienen defensores de oficio. Cuando son condenados, los representan los especialistas en ejecución. En Montevideo, son 12. Claudia González es una de ellos y tiene, como sus colegas, entre 450 y 500 presos a su cargo.
A partir de los 90 días, un privado de libertad, un familiar o su abogado pueden solicitar el traslado. Esto es si no cometió ninguna sanción, que suele suceder en el primer tiempo incluso como un derecho de piso que implica hacerse cargo del castigo que cometieron presos de más trayectoria. Si así fuera, debe esperar 180 días.
González dice que si hiciera todos los pedidos de traslado que le solicitan, serían miles. Por eso únicamente toma los de detenidos sin vínculos familiares, o analfabetos, o cuando los considera “arbitrarios”. La tarea entonces queda en manos de los familiares.
Un mes atrás, una centena de familias de detenidos conformaron una asociación. Gabriela Rodríguez, una de sus integrantes, explica: “Cuando te toca vivir esto, uno no sabe cómo moverse y no hay tanta información disponible”. La unión tiene la meta de generar mejoras en el sistema “y no a nivel individual”, dice.
Los pedidos de traslados son analizados por una junta en la órbita del INR que, según Rodríguez, “demora mucho en expedirse”. La junta hace un análisis similar al que se llevó a cabo en el ingreso: otra vez se mide la seguridad que requiere el detenido para tomar una decisión. Esta es la causa de que aunque haya plazas libres en buenas cárceles, no sean utilizadas para alojar detenidos de aquellas unidades desbordadas.
La inmensa mayoría de los traslados se piden de un módulo a otro del exComcar y desde la zona metropolitana hacia las cárceles mejor valoradas. Pero, si se trata de un formalizado sin condena, el INR no los mudará al interior debido a que implicaría una demanda de vehículos y de funcionarios cada vez que deba ser conducido a una fiscalía o al juzgado en la capital, que está por encima de sus posibilidades. Esto además del gasto de combustible.
En el caso de los condenados, Mendoza plantea que “múltiples traslados que se realizan permanentemente tienen que ver con problemas de convivencia”. “Muy pocas veces es porque la persona quiere irse para progresar. Esos casos, nos llegan fundamentalmente por Petit”, agrega Salinas.
En Punta de Rieles n°6, donde los presos circulan libres, muchos de los que son trasladados “se dan vuelta”. “Me dicen que no la aguantan. ¿Qué cosa?, les pregunto. ‘Que me traten bien, que me digan buenos días, que no me pateen la cama’”, cuenta Salinas. Con las chacras pasa algo parecido. Según Mendoza, “la droga cambió los códigos. Hay una diferencia entre los veteranos y los jóvenes. A los muchachos les cuesta trabajar. No quieren ir a las chacras. Hace unos días, en Mercedes, uno me dijo que él no iba a trabajar para los milicos. ‘Yo acá vine a hacer polifón’, es decir a dormir”.
Una rehabilitación que cojea
Muchos se lastiman en la cárcel. Se cortan. Se cosen los labios con alambre. Tragan pilas. “Es muy normal, son como medidas de huelga. Lo hacen para pasar una semana en la enfermería”, dice el abogado Martín Frustaci. Según distintos testimonios de detenidos, pueden pasar horas para acceder a la asistencia médica y la situación es aún peor para ver a un médico fuera de la unidad.
ASSE (Administración de los Servicios de Salud del Estado) se hace cargo en las unidades metropolitanas y de Rivera. La ampliación de sus servicios está prevista, pero no se ha concretado. El resto de las cárceles dependen de Sanidad Policial cuya función es, en realidad, atender a los funcionarios. “La atención en salud es extremadamente deficitaria y ni que hablar el tema de salud mental y las adicciones”, dice Rodríguez desde la asociación de familiares. Hay dos psiquiatras para todas las cárceles.
El INR asume que es un problema de gestión. En un pedido de acceso a la información que realizó El País, ASSE detalló que en 2021 fueron atendidos 1.562 presos. Un año después, la cifra ascendió a 2.936 y en lo que va de 2023 a 3.414. Se necesita personal y vehículos para los trasladarlos que no dejan de crecer.
Próximamente se construirá un “hospitalito” en Santiago Vázquez. El instituto recibirá 20 móviles nuevos. Y ya han ingresado unos 300 policías formados especialmente para trabajar en cárceles y se prevé sumar a otros 59 y a 97 operadores, pero no es una tarea fácil: son pocos los que quieren trabajar detrás de las rejas y el nivel de certificaciones médicas —muchas psiquiátricas— es alto.
¿Estas cantidades alcanzan para ponerse a tiro con el incremento de la población privada de libertad? “No, pero ayuda”, dicen las autoridades.
Si la rehabilitación depende de la educación y del estudio, también hay un gran debe que se recrudece con la limitación que la Ley de Urgente Consideración primero y la Ley de Presupuesto después implantaron al impedir la redención para un elenco de delitos (entre ellos, los delitos sexuales). El abogado Jorge Barrera opina que estos artículos deben revisarse (así como se está haciendo respecto al de las mujeres que ingresan droga a la cárcel, que contribuyó al brutal boom de presas). “La forma de transmitir tanto al recluso como a la sociedad que hay delitos más graves que otros no tienen que ir por el lado del trabajo ni del estudio, sino por el quantum de la pena”, plantea.
En febrero pasado, 7.862 detenidos manifestaron interés en estudiar, pero 2.774 quedaron sin lugar en las aulas. Faltan espacios físicos y también docentes. También se necesitan fuentes laborales. En las cárceles hay poco más de dos empresas empleadoras y algunas intendencias contratan detenidos para realizar tareas pero, tras una movida para legalizar el trabajo de los presidiarios, se perdió empleo. Afuera, el panorama es similar. Por eso, días atrás, el gobierno convocó a un grupo de empresarios a un evento en el lujoso piso 22 del World Trade Center donde se presentó un proyecto de ley que subsidiará el 60% del salario de los hombres y 80% de las mujeres liberadas durante su primer año de empleo. El principal orador, frente a las 230 firmas que se hicieron presentes, fue el presidente Luis Lacalle Pou.
Pero, para mantener un trabajo en libertad, es ineludible mejorar el programa de tratamiento de drogas que se lleva adelante en el área metropolitana y en Durazno. Salinas, del INR, explica que no ha podido extenderse por falta de técnicos en las unidades. El alcance es de 400 privados de libertad: es decir, solo el 2,70% del total de presos accede. Ahora, el INR con la ayuda de organizaciones no gubernamentales y el BID (Banco Interamericano de Desarrollo) prepara un rediseño del programa para hacerlo crecer y se busca fortalecer los sectores de preegreso que están casi vacíos. Son pocos los que están interesados. Sin embargo, el resultado es alentador. En dos años, de los 21 que por allí pasaron, solo cinco han reincidido y en delitos menores.
El asunto es ponerse en la piel de los presos, repite Mendoza. Una estrategia que usa cuando recorre las cárceles es ver cómo son las visitas y quiénes las reciben. En la fila están los que descienden de autos de alta gama con ancianas que recorren a pie largas cuadras desde las paradas de ómnibus, cargando una caja con lo que pudieron reunir para sus parientes. Hay niños que lo toman como un paseo dominical: van a ver al padre, al tío, al primo que está detenido. En la Junta de Traslados del INR, cada vez son más habituales las cartas de mujeres que les piden a las autoridades que por favor reúnan a sus familiares en una misma prisión: tienen a tantos detenidos que no les alcanza el tiempo para visitarlos a todos.