Gustavo Petro, presidente de Colombia. Foto: AFP, LUIS ROBAYO
La falta de presencia del Estado en vastas zonas del país y la burocracia que rodea los planes de ayuda internacional complican la apuesta ambiental de Petro, que hizo de la protección de la biodiversidad y los bosques una de sus promesas de campaña más fuertes.
Daniela Arias Baquero, desde Bogotá
Brecha, 26-5-2023
Correspondencia de Prensa, 26-5-2023
Una de las banderas del gobierno de Gustavo Petro, según el propio mandatario, que asumió hace unos nueves meses, es convertir al país en una «potencia mundial de la vida». Parte de este enfoque ecologista se daría a través de un cambio en la dirección de la lucha contra la deforestación, que pasaría de la militarización al fortalecimiento de alianzas ciudadanas e incluiría una serie de reformas sociales y económicas ligadas a los compromisos internacionales de Colombia en materia de cambio climático y biodiversidad.
A pesar de estos compromisos, el nuevo gobierno se ha encontrado con un problema estructural de ilegalidad que agrava la situación ambiental y se suma a estructuras legales obsoletas o reñidas con la lucha contra el cambio climático. Según distintos relevamientos oficiales y de organizaciones sociales, la deforestación en Colombia tiene causas esencialmente económicas, asociadas a la extracción legal e ilegal de minerales, los cultivos ilícitos, la apropiación ilegal de tierras y el narcotráfico, factores que no solo afectan el patrimonio natural del país, sino que además ponen en riesgo la vida de los defensores ambientales, los pueblos indígenas y las comunidades locales.
Uno de los focos de deforestación en el país es precisamente la Amazonia. Según el Sistema de Monitoreo de Bosques y Carbono del Instituto de Hidrología, Meteorología y Estudios Ambientales, vinculado al Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible, en las dos últimas décadas (2001-2021) se han deforestado 1.858.285 hectáreas. Esto representa, en promedio, 88.490 hectáreas anuales, lo que equivale al 58 por ciento de la deforestación total del país.
Según un relevamiento de 2021 de la organización internacional de periodismo investigativo Insight Crime, la apropiación de tierras en la Amazonia colombiana afecta principalmente territorios que son propiedad inalienable del Estado, como reservas forestales, parques nacionales y reservas indígenas. El problema se concentra en departamentos del centrosur del país, como Meta, Guaviare y Caquetá. Las poblaciones más afectadas, en tanto, son pueblos indígenas que han sido víctimas de continuos casos de usurpación de sus territorios, en áreas protegidas como el Parque Nacional Natural Tinigua, las sabanas del Yarí y la Reserva Nacional Natural Nukak.
Este fenómeno se enmarca en la violencia endémica que ha asolado al país en las últimas décadas. Aunque el proceso de paz entre el Estado colombiano y las FARC (proceso apoyado por el actual gobierno) fue un primer paso para un escenario de posconflicto, la paz todavía dista de ser una realidad en todo el país. Con la retirada de las tropas guerrilleras a partir de 2016, llegó una nueva oleada de colonos, ganaderos y disidencias de las FARC que se negaron a desmovilizarse e incursionaron en la tala ilegal y la apropiación de tierras para complementar los ingresos provenientes del tráfico de drogas.
En ese marco, la lucha contra la deforestación que el nuevo gobierno plantea implicaría pasar de la Operación Artemisa –una estrategia impulsada por el gobierno de Iván Duque en 2019 y liderada por las Fuerzas Armadas que se centró en la judicialización de indígenas y campesinos que, empujados por la precariedad económica, se volcaron a trabajos vinculados a la deforestación al servicio de las mafias– a una óptica basada en acuerdos sociales y la acción educativa.
Sin embargo, la baja presencia del Estado en las zonas de conflicto amenaza estos objetivos. La Organización Nacional de los Pueblos Indígenas de la Amazonía Colombiana denunció el fin de semana el asesinato de cuatro adolescentes indígenas de entre 14 y 16 años a manos de una disidencia de las FARC en el departamento de Putumayo, limítrofe con Ecuador. El 26 de marzo los menores, pertenecientes al pueblo Murui, habían sido reclutados forzosamente por el Frente Carolina Ramírez cerca de un resguardo indígena. El 17 de mayo intentaron huir, a pesar de que las comunidades de esa zona no tienen siquiera servicios de transporte público adecuados. Mientras un grupo de vecinos reunía gasolina para ayudarlos a salvarse, sus captores los encontraron y los asesinaron.
La masacre golpeó el proceso de Paz Total que intenta el gobierno de Petro con la pléyade de organizaciones armadas que aún continúan activas en el país. «Matar niños indígenas es un delito de lesa humanidad inadmisible. Reclutar forzadamente menores de edad, lo mismo», dijo el lunes el mandatario en su cuenta de Twitter, tras «suspender parcialmente» la tregua que mantenía con la disidencia fariana a la que pertenecen los asesinos. Se trata de un nuevo revés para la estrategia gubernamental, que incluye un alto el fuego nacional de seis meses, anunciado el 31 de diciembre y que ya ha sido desconocido por dos de los mayores grupos armados: el Ejército de Liberación Nacional y las Autodefensas Gaitanistas de Colombia.
Mientras tanto, continúa la histórica sangría de líderes sociales y defensores del ambiente, piezas clave en el esquema de paz y protección ambiental impulsado por Petro. En los cuatro primeros meses de este año ha habido 55 asesinatos de activistas, según denunció recientemente Human Rights Watch.
Mercados de carbono
Como país firmante de acuerdos internacionales, Colombia ha suscrito la Convención Marco sobre el Cambio Climático, el Protocolo de Kioto, el Marco Global de Biodiversidad Kunming-Montreal, el Acuerdo de Escazú, entre otros similares. Aunque de allí se desprenden directrices para el gobierno nacional, su aplicación afecta directamente a los pueblos indígenas y las comunidades locales que se encuentran en zonas estratégicas para el cumplimiento de esos compromisos.
Como parte del Protocolo de Kioto, presentado en 1997 y que entró en vigor en 2005, durante la COP18 de las Naciones Unidas, la comunidad internacional se propuso la creación de mercados de carbono, cuyo fin es lograr la reducción de emisiones al menor costo posible para el desarrollo económico. Tiempo después, otra cumbre del cambio climático, realizada en Varsovia –la COP19, de 2013–, instó a los países en vías de desarrollo a implementar proyectos de reducción de emisiones por deforestación y degradación de los bosques (REDD y REDD+) que incluyan la conservación y el aumento de reservas forestales de carbono y su gestión sostenible, con participación de pueblos indígenas y comunidades locales.
Además, durante la negociación en esa instancia se acordó que los llamados bonos de carbono pasarían a ser un mecanismo de mercado obligatorio y regulado entre gobiernos mediante pagos basados en los resultados obtenidos en la reducción de sus emisiones. Esa iniciativa interestatal se enmarcaría en los programas REDD+; no obstante, también diferentes actores privados decidieron tomar como base ese mecanismo y crearon en los últimos años un mercado con estándares que ofrecerían oportunidades para aquellos agentes que quisieran reducir sus emisiones de gases de efecto invernadero a voluntad. A esas iniciativas se las conoce como proyectos REDD+ del mercado voluntario.
En ese marco, el nuevo gobierno colombiano, a través de su ministra de Ambiente, Susana Muhammad, ha puesto en marcha programas de pagos por resultados en la reducción de emisiones –entre ellos, el conocido como Visión Amazonía–, los cuales se financian a través del Programa de Pioneros para REDD+ (REM, por sus siglas en inglés), que se realiza con recursos de la Ayuda Oficial para el Desarrollo del Estado alemán. Esta iniciativa se dirige a países o jurisdicciones que ya han tomado medidas para proteger sus bosques, por lo que son considerados pioneros en la conservación y la mitigación del cambio climático.
El compromiso adquirido por Colombia frente a la reducción de la deforestación en la Amazonia y su calificación como «país megadiverso» lo han catapultado como uno de los principales socios de este programa. Algunas de las decisiones tomadas por el gobierno de Petro para adaptarse a sus requerimientos han sido la ampliación de la superficie forestal protegida y un ambicioso objetivo de deforestación neta cero, acompañados de estrategias de conservación, reforestación y aumento de reservas de carbono, entre otras.
El programa REM también tiene el apoyo de Noruega y Reino Unido, que en los últimos tiempos formaron una alianza para apoyar el objetivo de reducir las emisiones de dióxido de carbono derivadas de la deforestación y respaldaron con más de 100 millones de dólares diversas iniciativas de programas REDD+ basados en resultados de conservación obtenidos en el bioma amazónico.
Pese a que esta es una apuesta ambiciosa basada en fortalecer la gobernanza forestal de los pueblos indígenas y las comunidades locales, su implementación aún no logra acompañar plenamente los esfuerzos de muchas comunidades que cuidan la selva. La inclusión en estos proyectos se da por convocatorias en las que no hay un acompañamiento ni asesoría del Estado a las comunidades locales, que en muchos casos no cuentan ni con profesionales que manejen los conocimientos técnicos para postularse y ganarlas. Tampoco permiten dar continuidad a los proyectos en los territorios que sí resultan beneficiados, ya que solo los financian por un tiempo delimitado.
La falta de participación efectiva de las comunidades en los espacios de concertación entre el gobierno nacional y los cooperantes extranjeros donde se fija la duración y la distribución presupuestal de los recursos de Visión Amazonía y otros programas de cooperación internacional también ha sido criticada por varias organizaciones sociales locales. Un ejemplo de ello es el manual operativo de Visión Amazonía, establecido por el Banco Estatal Alemán de Desarrollo, que exige condiciones que no existen en la Amazonia colombiana, tales como que las autoridades tradicionales de las comunidades tengan cuentas bancarias y estén afiliadas a la seguridad social, entre otros requisitos relacionados a contratación de personal, gastos elegibles, facturación y costos operativos de los proyectos, disposiciones que son muy difíciles, cuando no imposibles, de tramitar en plena selva.
Por otro lado, la financiación internacional de estos programas se da a través de intermediarios o como parte de programas mayores de los gobiernos, lo que complica el acceso a los recursos por parte de las comunidades en los territorios. Un estudio de 2021 realizado por la ONG noruega Rainforest Foundation Norway señala que «la tenencia y la gestión forestal a manos de pueblos indígenas y comunidades locales en los países tropicales ha recibido apenas una pequeña parte de la financiación de los donantes internacionales desde 2011: solo 270 millones de dólares al año en promedio. Esto equivale a menos del 1 por ciento de lo invertido internacionalmente en Ayudas Oficiales al Desarrollo para la mitigación y adaptación al cambio climático durante el mismo período y a solo el 30 por ciento de lo que se ha identificado como necesario para la reforma transformadora de la gestión forestal en los principales 24 países tropicales».
Por otra parte, los mercados de carbono vienen siendo ampliamente criticados por académicos y organizaciones sociales de todo el mundo, ya que se apoyan en el cuestionado concepto de neutralidad de carbono, mediante el cual entidades como Estados y empresas, en lugar de reducir sus emisiones de gases de efecto invernadero, las mantienen o aumentan, al tiempo que las compensan pagando a otras organizaciones o países para que conserven distintos sumideros naturales de carbono, como bosques o pantanos, un encare cuya efectividad ha sido puesta en duda por varias autoridades científicas.
Titulación de tierras
Otra de las promesas del nuevo gobierno en materia ambiental está en el artículo 41 de su Plan de Desarrollo, que le permite al Ministerio de Ambiente «suscribir con organizaciones campesinas y familias campesinas concesiones hasta por 30 años renovables» para controlar la deforestación en zonas de reserva ambiental y baldíos de la nación.
De acuerdo con un estudio de Oxfam realizado a partir del Censo Nacional Agropecuario de 2014, en Colombia el 1 por ciento de las fincas de mayor tamaño concentra el 81 por ciento de la tierra. El 19 por ciento restante se reparte entre el 99 por ciento de las fincas. Debido a esto, una de las apuestas del oficialismo es una reforma agraria y acuaria. Las promesas del gobierno en este sentido incluyen un fuerte enfoque de género y reconocen el rol de las mujeres en la administración de los recursos y la naturaleza, por lo que les da prioridad en sus políticas.