Gustavo Espinosa
Brecha, 4-4-2025
Correspondencia de Prensa, 4-4-2025
De qué el presidente argentino es el nombre. Milei o la descomposición del sujeto político
De un lado y de otro comparece lo inaudito, desbordante e invertebrado. Por un lado, los monstruos producidos por el sueño de la razón política, por otro, las víctimas interpuestas sin mediación ni representación, apunta en esta nota el autor para aproximarse a los tiempos mileístas y plantearnos una serie de preguntas.
Escribo estas líneas para tratar de entender una confluencia de desastres que pueden cifrarse en una palabra: Milei. Esas calamidades, como suele ocurrir con lo real-argentino, han sido profusamente espectacularizadas, y es por eso que para los uruguayos no es sencillo salvar las distancias del que balconea con un poco de conmiseración y convencido de que esas cosas acá no pasan. Tampoco es fácil eludir el tópico que consiste en declarar que para un compatriota la Argentina (o su metonimia, el peronismo) resulta incomprensible. Yo quiero ensayar aquí una aproximación: un tanteo que tal vez permita ver a Milei como sintomatología y, entonces, vislumbrar qué procesos o degradaciones generaron ese síndrome expresionista.
Nietzsche también tenía problemas con las mujeres y una relación enrarecida con su hermana y sigue entusiasmando a algunos jóvenes frenéticos. En 1882 publicó un libro cuyo título –según el modo más sensato y nietzscheano de traducirlo al español– bien podría ser La ciencia jovial, pero se conoce por el subtítulo o copete provenzal que le colocó su autor: La gaya ciencia. Fue en aquel texto fragmentario y exaltado, con algo de libelo, como todos los suyos, donde Nietzsche nos informó por primera vez de la muerte del finado Dios: «Gott ist tot». En verdad, la sentencia –que se repite tres o cuatro veces en aquella obra y luego en Zaratustra–viene con un comentario truculento: «¿No olemos nada de la descomposición divina? También los dioses se descomponen. Dios ha muerto». Esto es: semejante acontecimiento nos deja un muerto grande del que tenemos que hacernos cargo; se pudre, genera angustia, exige duelo, trae problemas de sucesión y nos complica la vida. No es que se desvanezca en el aire como todo lo sólido (según avisaba el Manifiesto Comunista, y muchos nos vinimos a enterar por Marshall Berman un siglo y medio tarde), ni se trata de El crimen perfecto en el que el cadáver desaparece: la liquidación de la realidad que denunció Jean Baudrillard más de 100 años después. Lo cierto es que luego de conocida la noticia de aquella defunción, la historia puede ser leída como un obituario tremendo: después de Dios fueron ultimadas las grandes totalizaciones de la modernidad o grandes relatos (François Lyotard): el autor (Roland Barthes), el hombre (Michel Foucault), la realidad (Baudrillard), la historia (Francis Fukuyama) y el sujeto político –de este muerto no tan reciente es que quiero escribir ahora.
Desactivación
Ya hace mucho tiempo que aun los marxianos menos dúctiles han tenido que resignarse a que el proletariado industrial, hackeado por el flujo del tecnocapitalismo intangible (o por la resolución de todo en la virtualidad de las finanzas o lo que sea), ha sido desactivado como agencia capaz de «hundir el imperio burgués» (según proclama cierta traducción de La Internacional que cantamos en Uruguay). Entonces el pensamiento o la militancia han salido en busca del sujeto perdido. Se me ocurre que Multitud (2004),de Michael Hardt y Antonio Negri, es paradigmático de esa búsqueda y de esa desesperación teórico-política. Los autores proponen una especie de sujeto polimorfo y confesamente monstruoso: «La carne de la Multitud es puro potencial, poder vital informe; constituye un elemento del ser social que aspira a la plenitud de la vida […]. Es obvio que esa carne social viva o informe puede parecer monstruosa […]. Hoy en día necesitamos nuevos gigantes y nuevos monstruos que unan la naturaleza y la historia, el trabajo y la política, el arte y la invención, a fin de demostrar el nuevo poder que está naciendo en la multitud». Me parece que hay algo conmovedor en estas propuestas o ilusiones, por la grandiosidad melodramática del fracaso: algo así como la derrota de la armada invencible o la deflagración del dirigible Hindenburg.
Entre nosotros (quiero decir: acá en Uruguay) hay quienes se han ocupado de estos asuntos. En Psicoanálisis para máquinas neutras (2016), la obra enjundiosa y penúltima de Sandino Núñez, se propone que el funcionamiento inercial y asubjetivo del capital ha venido a sustituir la existencia y se plantea la necesidad de la invención de una agencia de subjetividad que obture esa máquina omnímoda. En una convocatoria para sus seminarios de este año publicada en redes sociales, Núñez sostiene: «Los temas giran alrededor de dos asuntos o dos lógicas que me obsesionan desde hace tiempo: a. la mecánica automática del capital, la técnica y la tecnología, y b. la potencia de un sujeto radical capaz de emanciparse, de crear, analizar y destruir ese mundo».
Por otro lado, Ramiro Sanchiz –que es un escolástico de David Bowie y de Nick Land y de la ciencia ficción y de la hiperstición– anuncia con cierto desapego distanciado la abolición del sujeto en los constructos ideológicos que él disemina: «El aceleracionismo landiano es en rigor “absoluto”, ya que no depende de un sujeto que haga tal o cual cosa, ante todo porque su punto de partida es una concepción antihumanista (o poshumanista crítica, en el sentido que da David Roden al término) de las cosas, en la que el sujeto no es sino una producción epifenomenal. Evidentemente, la mera enunciación de esta idea en el foro politiza el enunciado hacia el extremo que la izquierda considerará su opuesto…».
Ahora bien: si esto es así, si toda agencia de subjetividad ha sido tachada, si el capital sin capitalismo o imperio o tecnofeudalismo (o como sea que nombremos lo dado) solo funciona autoconsumándose incesantemente, si ya no necesita de un führer o de un césar, si no avizoramos un héroe colectivo –según la expresión del historietista Héctor G. Oesterheld– que objete ese funcionamiento, ¿por qué ocurre el acting grotesco de Donald Trump, de Volodímir Zelenski, de Boris Johnson? ¿En qué verosímil político o en qué dramaturgia se sustenta el episodio, propio de un período naíf de DC Comics, en el que Javier Milei se abraza con Elon Musk (ambos ostensiblemente disfrazados) y le regala una motosierra dorada?
Lo neo
La postrimería del siglo pasado nos había traído una mutación del conservadurismo que algunos señalaron como «neoderecha»: una derecha de diseño (el laboratorio de entonces fue la televisión) que se despojaba del empaque rígido del facho, de toda retórica mastodóntica en contra del comunismo o a favor de la familia y la propiedad. Aquella opción se mimetizó con las blanduras de la democracia mediática, esgrimió estribillos pospolíticos de pragmatismo y gestión y escenificó un distanciamiento de las tradiciones políticas nacionales. Fernando Collor de Mello en Brasil (1989) y Mauricio Macri en Argentina (2015) son –tal vez– las personificaciones más transparentes de lo político desujetado, a la vez que balizan el comienzo y el final de la llamada neoderecha. Y entonces ahora, sin que sepamos muy bien para qué (si es que lo que hay no puede hacer otra cosa que reproducirse a sí mismo, si es que no necesita una agencia que lo motorice ni un cuerpo de rey que lo encarne), emerge el elenco de monstruos. Ahí están con sus pelucas, sus colores primarios y sus rictus de viñeta, profiriendo lo más elemental y obsceno de la exaltación fascistoide, teledirigiendo a hordas carnavalizadas.
En Uruguay circula la creencia de que la crispación barullenta de lo político ocurre inmejorablemente en Argentina, o que es ese el modo de devenir propio de la institucionalidad argentina. Estos días, más precisamente los miércoles de cada semana, esa superstición oriental parece confirmarse. En la Argentina de Eva Duarte y de Isabel Sarli, de Pappo y Adolfo Bioy Casares, del capitán Cañones y el capitán Beto, de Alejandra Pizarnik y Graciela Alfano, allí Javier Milei, un artefacto barroco criado en los talk shows, ha llegado a presidente. Lo secundan, como dos criaturas bosquejadas por Carlos Nine, su hermana y su ministra de Seguridad. Su credo anarcocapitalista no es solo una puesta en escena, sino una práctica política que ha llevado a la desesperación a gran parte de la sociedad argentina. Era de esperar que lo más pesado del aparato político (el peronismo, el kirchnerismo, los grandes bloques sindicales, las organizaciones de lo que allá llaman economía popular), dado –sí– al bochinche y la paradoja, pero también a la movilización y al heroísmo, saliera a objetar sin modales ni consensos la devastación ultraconservadora.
El cuerpo de las víctimas
No ha sido tan así. Quienes han salido a interponer sus cuerpos decrépitos han sido las víctimas. Y lo más emblemático de ellas, porque carecen de otra potencia de reivindicación que su frágil materialidad en las calles: los jubilados. Miles de milicos teratizados de impedimenta bélica (la Gendarmería, la Seguridad Aeroportuaria, la Prefectura, la Federal) han gaseado, triturado y mutilado a los jubilados y a todos quienes aparezcan junto a ellos. Y quienes han venido a ponerse del lado de las víctimas no han sido los (anti)cuerpos más o menos vertebrados de la resistencia: han sido las hinchadas de fútbol. De manera estentórea y colorinche los barras de Chacarita, de Excursionistas o de All Boys, grupos que en un contexto más previsible podríamos considerar con criterios más etológicos que políticos, salen a interponerse entre los viejos y la máquina de guerra del Estado libertariano, que se exaspera para que le sea permitido desaparecer, privatizarse en paz.
El padre Paco, un «cura villero» perteneciente al grupo Opción por los Pobres, es apaleado y detenido vestido con la camiseta de Boca Juniors. Ante las cámaras del canal C5N, un muchacho muestra un gigantesco puño rosado de plástico o de cartón piedra; aclara que se trata de la mano de dios con que Maradona hizo el gol contra Inglaterra; está vestido con la camiseta de Racing o de Argentina; se identifica como Hernán de Avellaneda y señala que está allí en representación de los excombatientes de las Malvinas y de los enfermos de cáncer.
De un lado y de otro comparece lo inaudito, desbordante e invertebrado. Por un lado, los monstruos producidos por el sueño de la razón política. Por otro, las víctimas interpuestas sin mediación ni representación, solo resguardadas por la muchedumbre de los estadios. ¿Será esta la carne monstruosa de la multitud barroca que viene a instituirse como sujeto? ¿O será el aroma de la descomposición del sujeto político que está ocurriendo ahí, tan cerca de nosotros?