Acto de La Libertad Avanza en el Movistar Arena, Buenos Aires, el 7 de agosto. Foto: AFP, LUIS ROBAYO
Milei dio la sorpresa y sus rivales intentan reaccionar a dos meses de las presidenciales. Con el peso en caída libre y bajo la mirada constante del FMI, Sergio Massa intentará una misión casi imposible, mientras Mauricio Macri se encarga de tender puentes. El campo parece conforme, pero la industria y la banca aún tienen sus pruritos.
Fabián Kovacic, desde Buenos Aires
Brecha, 18-8-2023
Correspondencia de Prensa, 19-8-2023
Javier Milei fue el ganador indiscutido de las primarias. Se quedó con más de 7 millones de votos en todo el país y puso en crisis a las dos coaliciones que gobernaron durante los últimos ocho años. Festejó en la noche del domingo con sus seguidores una cosecha de votos mayor a la esperada y el lunes ya se calzó el imaginario traje de presidente para anunciar en los medios su programa de gobierno.
Milei es su propio vocero, entrega con cuentagotas algunos nombres de posibles integrantes de su hipotético gabinete, a quienes ya indicó qué directivas deben ejecutar. Las reformas del Estado suenan, en su boca, como frases lapidarias y desmesuradas que no tienen en cuenta a los tres poderes marcados por la Constitución, entre los que se incluye el Parlamento, responsable de sancionar las leyes para esas reformas. Carlos Menem debió acudir a ese recinto para lograr, por ejemplo, las privatizaciones liberales y los cambios en la administración pública.
Eufórico, el candidato de La Libertad Avanza avisa que su ajuste sobre el gasto público no sería de 1,9 puntos del PBI, como reclama el Fondo Monetario Internacional (FMI), sino de 15 puntos. «No debiéramos tener problemas con el FMI porque nuestra propuesta de ajuste es más agresiva que la que ellos proponen», aseguró en una frenética recorrida por los medios que, entre el lunes por la mañana y la tarde del miércoles, incluyó canales de televisión y radios. «Si pegamos primero, pegamos dos veces», asegura un referente de su equipo de campaña electoral. Los anuncios impactan por lo radical de cada medida.
Los 15 puntos de recorte del gasto saldrían, según Milei, de la eliminación de 11 ministerios (Salud, Educación, Vivienda, Trabajo, Desarrollo Social, Transporte, Medio Ambiente, Mujeres, Diversidad y Géneros, Turismo, Obras Públicas y Ciencia y Tecnología), la venta de todas las empresas públicas en el mediano plazo, el cierre de los medios de comunicación públicos y la eliminación del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet).
Victoria Villarruel, su compañera de fórmula, ligada a la defensa de los militares condenados por delitos de lesa humanidad, será la responsable de las áreas de seguridad interior y defensa nacional, y la economista del Conicet Diana Mondino se haría cargo de la cancillería y las relaciones exteriores, tanto diplomáticas como comerciales.
Milei insiste en su proyecto de dolarizar la economía y sostiene que ya cuenta con los recursos «apalabrados» para hacerlo. Semejante afirmación tiene como frutilla del postre la invitación de la plana mayor del FMI para reunirse en breve con el candidato. Toda la batería de anuncios, pronunciados con desparpajo, provoca la sensación de fin de ciclo para los restos del Estado benefactor argentino y una generosa dosis de euforia para los ultraliberales.
Su propuesta de eliminar el Banco Central tiene un doble mensaje. Por un lado, el simple y directo de eliminar a la institución responsable de la emisión monetaria. Sin embargo, una segunda lectura incluye el desembarco de las criptomonedas, criticadas por los bancos centrales de casi todo el mundo y alabadas por el propio Milei, quien en Argentina es uno de sus más fervientes defensores. Si el neoliberalismo de Mauricio Macri sonaba duro, el de Milei parece tomado directamente de los manuales de padres fundadores como Ludwig von Mises o Friedrich Hayek.
A su equipo se incorporaron los economistas del Centro de Estudios Macroeconómicos (CEMA), una usina de la famosa escuela de Chicago de la que salieron colaboradores liberales de Carlos Menem en su última etapa de gobierno. Entre ellos, Carlos Rodríguez, que hoy conduce el CEMA y fue asesor financiero en el Ministerio de Economía entre 1993 y 1998, y Roque Fernández, ministro de Economía sobre el final del gobierno menemista.
Reacciones empresariales
Los actores tradicionales de la economía productiva argentina, como la Sociedad Rural, la Unión Industrial, la Asociación de Bancos de la Argentina y la Bolsa de Comercio, siguen con curiosidad y expectativa el derrotero electoral del consultor y candidato. Por lo pronto, a fines de julio, durante la ronda de presidenciables que desfilaron ante los dueños de la tierra, en la Sociedad Rural, Milei cayó simpático porque abogó por la eliminación de las retenciones a las exportaciones de todos los granos y la eliminación de impuestos internos a la producción agrícola ganadera «para potenciar a un sector imprescindible de la actividad económica nacional», según dijo ante los aplausos de los empresarios.
En la Unión Industrial Argentina (UIA) lo ven con más cautela y escrutan cada una de sus palabras. Milei avisó que su política comercial exterior no tendrá en cuenta a ningún «país socialista», pero evita explayarse con respecto al Mercosur y el resto de bloques con los que Argentina tiene acuerdos y acercamientos. En una reunión de los directivos de la central empresarial con el embajador estadounidense Marc Stanley, todos los temores fueron ventilados. Para Daniel Funes de Rioja, titular de la UIA, el candidato a presidente debía ser Horacio Rodríguez Larreta. El nuevo escenario, protagonizado por «un tipo inestable como Milei, con propuestas irrealizables», es, según deslizó a Brecha uno de los secretarios de la central empresaria, «preocupante».
Lo mismo ocurre con la Bolsa de Comercio y la Asociación de Bancos de la Argentina (ADEBA). Javier Bolzico, titular de la ADEBA, considera inviable la dolarización prometida, pero el triunfo de Milei en las primarias no complica a la institución. «Los bancos tienen liquidez para enfrentar una corrida con retiro de capitales», aseguró Bolzico en una reciente reunión con la prensa. «No imaginamos una Argentina dolarizada ni una Argentina que prescinda del Banco Central», sentenció.
El reparto de votos
La jornada del domingo tuvo, además, a Patricia Bullrich como la ganadora por derecha de la interna de Juntos por el Cambio, al vencer al alcalde porteño Horacio Rodríguez Larreta, sumando entre ambos el 28,3 por ciento de sufragios. En el oficialismo, el triunfo de Sergio Massa sobre el testimonial Juan Grabois era más previsible que el tercer lugar que ocupó Unión por la Patria, con el 27,3 por ciento de los votos. Con resultados mucho más modestos accedieron a la presidencial del 22 de octubre la fórmula disidente peronista integrada por Juan Schiaretti y Florencio Randazzo, con 3,8 por ciento, y el Frente de Izquierda y los Trabajadores Unidad con la dupla Myriam Bregman y Nicolás del Caño, con el 2,45 por ciento. La ley indica que alcanzan la puja presidencial aquellas formaciones políticas que superen el piso del 1,5 por ciento de votos. De esta manera, serán cinco las fórmulas que debatirán sus programas de gobierno el 1 y el 8 de octubre antes de llegar a las urnas el domingo 22 de ese mes.
Pero si Milei fue el más votado como candidato individual, Massa resultó segundo en ese ranking, con poco más de 5 millones de votos y Bullrich tercera, con algo más de 4 millones. El dato no es menor en un país donde los nombres suelen pesar más que los partidos. Los próximos 60 días hasta la elección serán definitorios para saber cómo se comporta el millón de personas que votó a los partidos que finalmente no llegaron al 1,5 por ciento, los 10 millones que no fueron a votar y los casi 2 millones que lo hicieron en blanco o anulado.
La economía en llamas
Massa cargó con la pesada mochila de ser el candidato oficialista, responsable de causar entusiasmo en un electorado al que día a día enfrenta con medidas de gobierno. Sin Cristina, autoexcluida por la sentencia judicial en su contra por corrupción, Massa asumió la responsabilidad de ser el heredero de un gobierno que él mismo integra. El lunes se despertó tratando de tomar la iniciativa ante los mercados, en los que se disparó el valor del dólar ilegal mientras se desplomaban las acciones argentinas en Wall Street y la inflación volvía a crecer casi medio punto respecto de julio.
Antes de la apertura de los mercados, Massa devaluó el peso un 22 por ciento, subió la tasa de interés del 97 al 118 por ciento anual y fijó un dólar oficial en 350 pesos, por lo menos hasta las elecciones de octubre. No pudo evitar que la cotización ilegal de la moneda estadounidense trepara a 690 pesos el mismo lunes y cerrara en 740 en la tarde del miércoles, lo que ocasionó serios inconvenientes al ciudadano de a pie. Los comercios minoristas de productos no alimenticios se negaron a vender por falta de precios actualizados, en un revival de la peor época hiperinflacionaria bajo el gobierno de Raúl Alfonsín. «Los comercios no venden porque consideran que las medidas tomadas el lunes por Massa apuntan a recalcular algunas variables inestables de la economía. El comercio minorista no vende porque sabe que cuando lo haga va a tener que hacerlo con precios un 25 por ciento más altos», señaló el consultor Fernando Camusso, especialista en pequeñas empresas y comercio minorista. Si algo le faltaba a Massa era recibir los datos de inflación de julio: un 6,3 por ciento mensual, con una proyección para fines de agosto ubicada entre el 10 y el 13 por ciento. La interanual llega al 113 por ciento.
Apenas se conocieron las medidas oficiales, el FMI mostró su beneplácito por la decisión y anunció que el 23 de agosto liberará fondos prometidos a Argentina por 10.500 millones de dólares para saldar deuda con la Corporación Andina de Fomento, el Emirato de Qatar y cubrir una parte del intercambio de yuanes con China al que Massa viene recurriendo para fortalecer las reservas de divisas. Para noviembre, el FMI espera remitir 3.250 millones de dólares.
Intersecciones
La política argentina sigue pivotando sobre una rémora del pasado: destruir al adversario aun sin propuestas superadoras. La dictadura que derrocó a Juan Perón en 1955 prohibió su nombre y su simbología en busca de erradicar todo vestigio peronista. Las huestes de Milei y de Juntos por el Cambio mantienen el foco. «Voy a terminar con el kirchnerismo», gritaba Milei en el cierre de su campaña electoral.
En plena campaña, Horacio Rodríguez Larreta, el derrotado precandidato opositor, se presentaba como la garantía de liquidar al kirchnerismo «para siempre» y había grabado su spot de campaña en la provincia de Santa Cruz, cuna de Néstor Kirchner. «Dos mil veintitrés será el año en que terminaremos con el kirchnerismo», vaticinó también Mauricio Macri en ocasión de los 20 años de la llegada al gobierno de Néstor Kirchner. La idea de erradicar al rival de la arena política como si se tratara de un mal en sí mismo y no de una forma distinta de organizar y conducir los destinos de un país parece haber llegado hace rato para quedarse.
Sumadas, las dos grandes opciones de derecha alcanzaron casi el 59 por ciento del electorado de estas PASO (primarias, abiertas, simultáneas y obligatorias). Cómo se comportarán entre sí de cara a octubre es una de las grandes incógnitas. «Ahora el objetivo prioritario es ganarle a [el gobernador de Buenos Aires, Axel] Kicillof », anunció Carolina Píparo, candidata de Milei a la gobernación provincial, en un mensaje a los votantes de Juntos por el Cambio a secundarla.
Patricia Bullrich alcanzó la candidatura presidencial bendecida por Macri y enfrentada con Horacio Rodríguez Larreta, a quien superó por un millón y medio de votos y un permanente ataque a la campaña de búsqueda de consensos impulsada por el jefe de gobierno porteño. En ese sentido, la agresiva campaña de Bullrich llegó a competir con la de Milei, a quien ella considera un aliado en última instancia, pese a que, tras la elección, Milei cargó duramente contra ella y en general contra todo el bloque de Juntos por el Cambio. No obstante, el economista confiesa que mantiene línea directa con Mauricio Macri, con quien tiene «un excelente vínculo», según admitió esta semana a Radio la Red, en la que confesó que Macri fue el único dirigente de peso que le escribió para felicitarlo por su «excelente votación» el domingo. Días antes, Milei había comentado que Macri lo había llamado para felicitarlo por su acto de campaña en el Movistar Arena.
«Hay una intersección entre las cosas que él predica y las cosas que yo he predicado siempre, y lo que varios dirigentes de Juntos por el Cambio también predican», señaló el propio Macri poco antes de la elección. Tras saberse el resultado, el expresidente declaró a la prensa que «los libertarios, Milei, son parte del cambio que se viene». Al mismo tiempo, agregó: «Pero hace falta experiencia».
Los resultados de las últimas tres elecciones primarias no se repitieron automáticamente en las presidenciales ni parlamentarias posteriores. Sin embargo, de repetirse estos guarismos y aunque Milei no llegara a la Casa Rosada, tendría un bloque de una docena de diputados nacionales y de al menos tres senadores. Implicaría un poder de negociación muy considerable frente al peronismo y al macrismo que se vería reflejado en el trámite de cada proyecto de ley.
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La ideología de Milei
La hora del liberalismo plebeyoNunca, en ninguna parte del mundo, un candidato «filosóficamente anarcocapitalista» había conseguido un triunfo como el alcanzado por Javier Milei en las PASO. Pero ¿de dónde vienen esas ideas? ¿Cómo lograron encarnar en Argentina, tan lejos de su lugar de origen?
Aníbal Corti
Brecha, 18-8-2023
La corriente a la que se adscribe Javier Milei, que admite variadas denominaciones, una de las cuales es paleolibertarianismo, surgió en Estados Unidos en la última década del siglo XX, y uno de los indiscutibles méritos del candidato es el de haberla adaptado a las particulares condiciones de la realidad argentina, tan diferentes de las circunstancias originales que enmarcaron su nacimiento.
Ha podido sostenerse que el voto hacia Milei no fue ideológico. Ello puede ser verdad, o puede que no. Es indudable, en cualquier caso, lo siguiente: que el discurso de Milei lo es. El domingo de noche, en su alocución triunfal desde su búnker de campaña, el candidato repitió punto por punto el símbolo niceno de su credo: el liberalismo es el respeto irrestricto del proyecto de vida del prójimo; está basado en el principio de no agresión; defiende el derecho a la vida, a la libertad y a la propiedad; sus instituciones son la propiedad privada, los mercados libres de intervención estatal, la libre competencia, la división del trabajo y la cooperación social.
Esta declaración dogmática de fe viene siendo repetida como un mantra por Milei desde mucho antes de haberse lanzado de lleno a la actividad política. Nadie parece haber votado engañado. ¿Cuál es el atractivo que representa esa ideología? Ese ya es otro problema.
Una derecha del establishment
Las corrientes que dominaron el panorama de la derecha mundial durante las últimas cuatro décadas, el neoconservadurismo y el neoliberalismo, hicieron su eclosión durante los años setenta del siglo pasado. Esa emergencia se produjo en el contexto de grandes transformaciones que alteraron profundamente la sociedad, la cultura y la política: la aparición de la píldora anticonceptiva y la revolución sexual, la contracultura juvenil, las protestas contra la guerra de Vietnam, la emancipación de las mujeres, las luchas por los derechos civiles, la descolonización del Tercer Mundo, entre otros fenómenos.
Muchos de los intelectuales que contribuyeron decisivamente a desarrollar esas corrientes ideológicas habían sido izquierdistas en su juventud (socialistas, socialdemócratas, progresistas, liberales de izquierda) y, andando el tiempo, se fueron volviendo crecientemente conservadores. Para que ese cambio de posición tuviera lugar, fue determinante el desagrado que esos intelectuales sentían por muchas de las transformaciones recién mencionadas.
Estos nuevos conservadores creían que la idea de autoridad estaba siendo severamente minada en Estados Unidos. Señal de ello, pensaban, eran las revueltas estudiantiles en los campus universitarios, la subversión generalizada de todos los cánones, patrones y puntos de referencia asentados tradicionalmente y el ataque a todas las formas de autoridad, así en la política como en las artes y las ciencias.
Entendían, a su vez, que Estados Unidos estaba perdiendo incidencia crecientemente en los asuntos internacionales. Creían que ideas como las de patria eran objeto de burla para unas nuevas élites ilustradas, hijas de un capitalismo que no había querido o no había podido desarrollar suficientemente las bases culturales para su propia reproducción. Pensaban que tanto los ciudadanos de a pie como las élites gobernantes de Estados Unidos habían olvidado que la lucha por la democracia y la libertad era una batalla de alcance internacional, y que renunciar a ella inevitablemente debilitaba la propia democracia y la libertad en casa. Pensaban que un país que se postrara y humillara frente a su gran enemigo, el comunismo, se degradaba hasta no reconocerse a sí mismo, por lo que no tendría ya la integridad de carácter ni la voluntad para sostener, siquiera dentro de sus propias fronteras, los altos ideales democráticos bajo los cuales los padres fundadores habían instituido la nación.
Creían también, al igual que los neoliberales, que el avance de los instrumentos del Estado de bienestar, conforme este se desplegaba en el territorio con sus dispositivos burocráticos, centralizados y verticales, destruía los vínculos que las familias y las antiguas instituciones comunitarias (especialmente las iglesias) habían construido previamente de manera natural y orgánica.
La vieja derecha estadounidense no había adoptado necesariamente estas posturas. Había sido aislacionista y había entendido las cuestiones de política exterior de una manera realista: en términos de la seguridad nacional de Estados Unidos. Estos nuevos conservadores, en cambio, eran idealistas wilsonianos. Enfocaban esos asuntos (como todos los demás) no de una manera realista, sino desde una perspectiva moral. Creían que los padres fundadores habían instituido la nación bajo altos ideales morales, democráticos, universalistas y cosmopolitas, que eran a la vez un legado y una responsabilidad.
Aquella vieja derecha se había opuesto también al New Deal de Franklin D. Roosevelt: el primer Estado de bienestar estadounidense. La nueva derecha de los años setenta y ochenta, aunque ciertamente no aprobaba buena parte de los instrumentos del Estado de bienestar, era proclive a un gobierno federal fuerte y grande, sobre todo en lo atinente a los asuntos de seguridad exterior, materia en la que favorecía multimillonarios desembolsos direccionados hacia una industria militar que abastecía tanto a las fuerzas armadas del país como, a través de la asistencia militar, a los aliados de Estados Unidos en el mundo, especialmente a Israel.
Cuando, en la década del 80, esa nueva derecha se convirtió en la corriente mayoritaria dentro del movimiento conservador de Estados Unidos, aquellos otros conservadores, aquellos que seguían siendo partidarios de los puntos de vista más tradicionales, adoptaron para sí el rótulo de paleoconservadores, por oposición a los neoconservadores y neoliberales.
Una derecha disidente
La vieja derecha estaba integrada por personas de tipos humanos que la derecha neoconservadora y neoliberal consideraba no respetables y con los que prefería no mezclarse en absoluto. «Basket of deplorables» les llamó Hillary Clinton durante la campaña para las elecciones que perdió frente a Donald Trump en 2016. Entre los valedores y representantes en el mundo intelectual de esas cosmovisiones que la nueva derecha consideraba no respetables había defensores de la identidad cultural y política sureña, como los poetas agraristas de Tennessee de la primera mitad del siglo XX, autores como Allen Tate (1899-1979) o Donald Davidson (1893-1968), cuya defensa de la identidad blanca, anglosajona, rural y sureña los llevó a defender la segregación racial y, en algunos casos, la superioridad racial blanca. O aislacionistas, como el senador republicano de Ohio Robert A. Taft (1889-1953), furibundo opositor por partes iguales al New Deal y a la participación de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, o el gran patriarca del pensamiento tradicionalista de posguerra, Russell Kirk (1918-1994), el hombre que en una conferencia en 1988 dijo –y la cita se hizo rápidamente famosa–: «No pocas veces da la impresión de que algunos eminentes neoconservadores han confundido la capital de Estados Unidos con Tel Aviv».
Los intelectuales de Nueva York, incluso los conservadores, y el establishment de Washington tenían a esta derecha por segregacionista y supremacista, filofascista, xenófoba y antisemita, gente con la que no convenía asociarse ni ser asociado de ninguna manera. Alguna razón no les faltaba, hay que decirlo todo.
Por su parte, los conservadores del establishment, como ya fue señalado, eran partidarios de un gobierno federal grande y fuerte, especialmente en lo que refiere a su presupuesto de defensa. La derecha de los márgenes del sistema, en cambio, desconfiaba de los gobiernos grandes y prefería los pequeños y locales, con escasas competencias. Los primeros eran universalistas, ilustrados, urbanos y cosmopolitas. Usaban con gran frecuencia conceptos como los de democracia y derechos humanos que los viejos conservadores consideraban puramente abstractos, retóricos y vacíos.
Los conservadores del nuevo establishment tenían ideas eclécticas en materia de economía, pero, en general, no se encontraban especialmente inclinados hacia el nacionalismo económico, no desconfiaban del libre comercio, de la libre circulación de personas, ni de la libre circulación de capitales, ni tampoco encontraban especialmente problemática la integración de los mercados nacionales en un único gran mercado mundial. La derecha de los márgenes del sistema, en cambio, se inclinaba hacia el proteccionismo y otras medidas de nacionalismo económico, repudiaba la inmigración y desconfiaba fuertemente de los procesos de integración a escala planetaria, tanto económicos como políticos, sociales y culturales.
Los primeros creían que Estados Unidos estaba llamado a cumplir un destacado papel en la defensa del «mundo libre». Los viejos conservadores creían que la democracia liberal ya era lo suficientemente mala en casa como para, encima, andar imponiéndosela a los demás pueblos del mundo a base de sanciones económicas, bombardeos e «intervenciones humanitarias». En palabras del historiador Paul Gottfried, uno de los intelectuales paleoconservadores vivos más destacados, la prédica neoconservadora era, y todavía es, como «un tocadiscos roto que debería haber sido apagado hace décadas».
La derecha de los márgenes del sistema desplegó un discurso fuertemente crítico con la matriz de relaciones de poder establecida en el país. Para ellos, los neoconservadores y neoliberales eran una parte constitutiva esencial de esa matriz. En particular, creían que la función principal de los primeros era la de exaltar el espíritu belicista cada vez que advertían que este flaqueaba y descaecía en Estados Unidos.
Un liberalismo plebeyo
En este contexto es que surgió el paleolibertarianismo y el populismo libertario: el marco ideológico al que se adscribe Javier Milei.
El padre del paleolibertarianismo fue el economista neoyorquino Murray N. Rothbard (1926-1995), un autor al que Milei cita todo el tiempo. Rothbard era un anarcocapitalista que había probado distintas alianzas políticas desde los años cincuenta, todas ellas bastante fallidas. A principios de la última década del siglo XX defendió la necesidad de impulsar un populismo liberal, opuesto tanto al elitismo de la izquierda ilustrada que campeaba a sus anchas en las universidades como al neoconservadurismo y al tímido neoliberalismo dominantes en las esferas del poder económico, político y militar.
La tesis fundamental de ese populismo liberal, explicó Rothbard, era que el pueblo de Estados Unidos estaba sujeto a la dominación de una élite extractiva, constituida por la coalición entre un gobierno que se había hinchado con el dinero extraído coactivamente a los ciudadanos, unas empresas que se habían beneficiado de ese mismo dinero merced a sus tratos de favor con políticos de toda laya y varios grupos influyentes de intereses específicos, como los académicos universitarios. Más concretamente, los antiguos Estados Unidos de la libertad individual, la propiedad privada y el gobierno mínimo habían sido reemplazados por una coalición de políticos y burócratas aliados a las poderosas élites corporativas y financieras de las viejas oligarquías económicas (los Rock-efeller, los trilateralistas), y una nueva clase conformada por tecnócratas e intelectuales, incluidos los académicos de las universidades más prestigiosas, y las élites de los medios de comunicación.
Rothbard entendió que la alianza para destruir ese sistema corrupto era con los segregacionistas y nacionalista blancos del sur, con los aislacionistas, con los críticos de las relaciones carnales entre Estados Unidos e Israel, incluso con los conspiracionistas y paranoicos, y un largo etcétera de esa derecha plebeya que la derecha del establishment tenía y tiene por un bando de apestados y deplorables. Así nació el paleolibertarianismo.
¿Qué hace un paleolibertario como Javier Milei tan lejos de Atlanta, Georgia, sede del Instituto Mises, la principal usina de pensamiento de esa corriente ideológica? Ocurre que Milei supo adaptar esa ideología a las particularidades de Argentina. Milei convirtió el anarcocapitalismo y el paleolibertarianismo de Rothbard en una suerte de «anarcoperonismo», un liberalismo plebeyo para «descamisados» y «cabecitas negras».
Se ha hablado mucho en estos días de la rabia y de la desconfianza como factores que explicarían el voto hacia Milei. La típica desconfianza liberal respecto del poder se apoya, como se sabe, en la obsesión por prevenir desbordes. El proyecto liberal tradicional nunca fue edificar un gobierno bueno y fuerte fundado en la confianza popular, sino constituir un poder deliberadamente débil. El objetivo era proteger al individuo de las invasiones ilegítimas del poder político sobre las esferas de su vida privada y su propiedad. Sin embargo, a Milei, y sobre todo a sus votantes, no parece que les preocupen prioritariamente los desbordes del poder, sino más bien la propia existencia de una clase gobernante, parasitaria y explotadora, cuya razón de ser no es otra que la obtención de un beneficio ilegítimo a través de múltiples y variados mecanismos de extracción coactiva de rentas.
La desconfianza liberal clásica hacia la acumulación de poder no era del tipo que está en juego en este caso. La desconfianza subalterna de los votantes de Milei no está orientada hacia las decisiones de los técnicos y los burócratas, o hacia los veredictos de los expertos respecto de tal o cual tema, sino hacia los técnicos, los burócratas y los expertos mismos, hacia las instituciones que los han investido de autoridad política o académica, hacia el sistema de producción, de circulación y de validación del consenso social en su conjunto. Este tipo de desconfianza no se apoya en la idea, muy razonable, de que incluso los mejores gestores y los mayores expertos se pueden equivocar y que todos ellos deben rendir cuentas por sus errores, sino en la idea, mucho más radical, de que todo el sistema es un fraude, un embuste, un engaño a gran escala.
Milei desplegó un discurso que divide el campo social en dos grupos, en dos clases enfrentadas: la de los creadores de la riqueza, por una parte, y la casta parasitaria que no produce riqueza alguna y vive a costas de la riqueza producida por otros, que extrae mediante diversos mecanismos coactivos al amparo del aparato el Estado, por otra. Milei sostuvo que hay una clase dominante, una élite, una casta, que extrae rentas con mil y una técnicas, con mil y un artificios y artilugios. Todas esas técnicas, todos esos artificios, todos esos artilugios están esencialmente conectados al control del aparato del Estado. Lo que Milei les dijo a sus votantes, en suma, es que el Estado es siempre y en todas partes un mecanismo de explotación de clase.
Ese fue su mensaje. Ese fue su discurso. A juzgar por los resultados, puede pensarse que se sintieron directamente interpelados por él aquellos a quienes el Estado (ora conducido por unos, ora por otros) les había prometido todo, pero les había dado muy poco, incluso nada.
Ha causado gran sorpresa el hecho de que Milei haya votado extraordinariamente bien en el interior del país y en los barrios más pobres de la capital y de las áreas metropolitanas. Hay quienes dicen que los pobres no entienden lo que votan. Hay quienes dicen que son idiotas. Quizás lo digan en el sentido griego de la palabra: el de no entender ni ocuparse de los asuntos públicos, los asuntos de la polis. Habría que considerar la posibilidad de que los idiotas, en ese sentido, no sean precisamente los votantes de Milei, sino los que no lo vieron venir.