Brasil – Mujeres negras, las más oprimidas y explotadas. [Mario Osava]

Un grupo de trabajadoras en el servicio doméstico, reunidas en la sede de su sindicato en Río de Janeiro, para una clase sobre la ley que fija los derechos y obligaciones del trabajo doméstico.

Mario Osava, desde Río de Janeiro

Inter Press Service, 13-4-2022

Correspondencia de Prensa, 15-4-2022

El Teatro del Oprimido la ayudó a tomar conciencia de la triple discriminación que sufren las mujeres negras en Brasil y los medios para enfrentarla, como el Sindicato de Trabajadores Domésticos de Río de Janeiro que preside desde 2018.

Maria Izabel Monteiro, de 55 años, llegó a trabajar a Río de Janeiro cuando era aún adolescente, procedente de Campos dos Goitacazes, una urbe de medio millón de habitantes situada a 280 kilómetros. Tuvo empleos en el comercio y la industria, pero la mayor parte de su vida ha trabajado en hogares ajenos.

Empezó por cuidar a una anciana enferma en Ipanema, un barrio acomodado en torno a la playa con ese mismo nombre. Sustituyó a una enfermera blanca que desayunaba junto con la familia. Pero ella, la nueva asistenta negra, ya no tenía lugar en la mesa de los patrones.

Monteiro considera que contra las trabajadoras domésticas se concentran todos los prejuicios de la sociedad brasileña, en su forma más aguda, especialmente si son mujeres negras. Se trata de la triple discriminación, por ser mujer, negra y pobre.

Esa realidad suele ser tratada por el grupo Marias do Brasil, creado por trabajadoras domésticas, que adoptó las técnicas del Teatro del Oprimido, un método creado por el dramaturgo brasileño Augusto Boal (1931-2009), que convierte a los espectadores en actores para dramatizar situaciones de lo cotidiano y generar conciencia.

“Es un teatro pedagógico, pero no terapéutico”, definió la sindicalista y actriz, que hace milagros para distribuir su tiempo entre su turno semanal en el sindicato, el teatro y el trabajo como asistenta externa por días en varias casas.

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Maria Izabel Monteiro.

Monteiro vive en Duque de Caxias, una localidad de 930 000 habitantes pegada a Río de Janeiro, desde donde habló con IPS. Por ello tarda cerca de una hora en tren y metro para arribar a la casa donde trabaja y a la sede del sindicato, cerca del centro de la ciudad, y gasta el equivalente a cerca de cinco dólares en cada trayecto de ida y vuelta.

A veces ella y las directoras del sindicato duermen en el local de la organización para ahorrar tiempo y el costo del transporte.

El sindicato cuenta con 2000 inscritas aunque son menos las activas y conserva el nombre en masculino porque fue establecido en 1989 cuando regía la norma de que el masculino era el inclusivo para los géneros, aunque están pensando en cambiarlo como han hecho en otras parte del país organizaciones gremiales similares.

Un taxista, por ejemplo, se negó a transportarla desde São Conrado a Copacabana, otro  barrio con famosa playa y población de clase media con ingresos variados. “Dijo que no hacía ese recorrido, pero dejó evidente su prejuicio de que los pobres no tienen plata para usar taxis”, señaló Gomes a IPS, al ilustrar la cotidiana aporofobia (rechazo al pobre) con la que convive.

Ser seguida por agentes de seguridad en los comercios donde va o prohibirle el ingreso a los edificios donde viven sus patrones, hasta que ellos hablen con los porteros, son otras hostilidades que enfrenta esa trabajadora negra que actualmente cuida un niño tres días a la semana.

Sus vecinos en Rocinha, cuya población tiene entre 70 000 a 150 000 personas, según las variadas estimaciones, son víctimas de constante violencia racista, “pero pocos se quejan a la policía”, lamentó Gomes, ahora decidida a denunciar las ofensas que sufra.

Racismo es un delito previsto en la legislación brasileña desde hace más de 70 años, pero que casi nunca se aplica.

Sin embargo, varios escándalos, sobre personas negras torturadas y asesinadas aparentemente a causa de su color, y campañas antirracistas han hecho más complicada la impunidad.