Lucía Topolansky, Luiz Inácio Lula da Silva, José Mujica y Yamandú Orsi, actual presidente uruguayo.
Vientos del Sur
“Yo me dediqué a cambiar el mundo y no cambié un carajo”
Fernando López Romero*, desde Ecuador, 14-5-2025
Correspondencia de Prensa, 16-5-2025
Ante la partida de José Mujica, junto al dolor de sus compañeros y compañeras, desde la DW o la BBC de Londres, pasando por toda la progresía mediática y los demócratas de buen ver y sanas costumbres, hay un consenso extendido en realzar su figura hasta elevarle a los altares del buen izquierdista. Más allá de la pena, y también del incienso hipócrita quemado en su nombre, es imperativo reflexionar sobre su legado.
En un arranque de sinceridad Mujica declaró: “yo me dediqué a cambiar el mundo y no cambié un carajo, pero estuve entretenido. Sin embargo, me voy a morir feliz. No gasté mi vida solo consumiendo. La gasté soñando, peleando, luchando. Me cagaron a palos, sí, pero le di un sentido a mi existencia”.
José Mujica no llegó a tupamaro desde la tradición socialista, como Raúl Sendic; no fue marxista ni anarquista, sino militante del Partido Nacional. Luego de su largo y terrible cautiverio durante la dictadura militar, estuvo entre los fundadores del Movimiento de Participación Popular, que se integró en el Frente Amplio a finales de los años 80.
¿Qué quiso decir en su discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas en el 2013, con aquello de que la socialdemocracia se había inventado en Uruguay?
Es evidente que no reparó en el calendario: la socialdemocracia fue creada en el siglo XIX por el movimiento obrero socialista europeo, después de que, con la creación de la Comuna en 1871, los trabajadores y trabajadoras de Paris se habían atrevido a “tomarse el cielo por asalto” para defender a la nación, y fueron pasados a fuego y bayoneta por la santa alianza prusiana-francesa de burgueses y terratenientes, republicanos y monárquicos. Con esa profesión de fe socialdemócrata, antes que, en Carlos Marx, José Mujica se reconocía en José Batle y Ordóñez, el impulsor de las reformas políticas y sociales del Uruguay de comienzos del siglo, enriquecido por la migración de trabajadores europeos y el auge de las exportaciones de carnes y de granos: el voto universal extendido luego a las mujeres; el derecho de organización sindical y de huelga de los trabajadores urbanos en 1905; la jornada laboral de 8 horas. Por su estabilidad política y social en un continente convulsionado, en el que las viejas repúblicas oligárquicas se negaban a morir y proliferaron los populismos de todo tipo, con esa ligereza propia de las analogías fallidas, Uruguay fue llamado la Suiza de América Latina. Hasta que llegaron los militares en 1973 para, en nombre de acabar con la subversión y el terrorismo, imponer el hierro de las políticas neoliberales.
Con la social democracia como su horizonte, Mujica marcaba su terreno ante la derecha, pero también definía su lugar entre los gobiernos del progresismo de la primera ola. Su gobierno adoptó políticas sociales redistributivas, el derecho de las mujeres al aborto diferenciándose de conservadores como Rafael Correa, legalizó la producción, venta y consumo de la marihuana enfocándola desde la salud pública. Y por supuesto: buen viento y buena mar para el capital; renuncia a crear poder popular y a realizar cambios estructurales. Quedaban lejanos aquellos tiempos de militancia organizando a los cañeros, y los sueños en una sociedad sin clases.
La mayoría de las izquierdas latinoamericanas, en armas o no, por pragmatismo, desencanto, o ambiciones personales, derivaron hacia el reformismo y a una socialdemocracia cada vez más social liberal, hacia los populismos progresistas o de derecha, o a integrarse en la derecha liberal y neoliberal y los republicanismos atlantistas. Esto no comenzó con la caída del socialismo real, y en ese camino, el ex guerrillero tupamaro fue uno de tantos.
Ese giro fue encabezado por dirigentes montoneros, transformados en aplicados tiburones de las finanzas y conversos partidarios del neoliberal peronista Carlos Saúl Menem en los años 90, los ex guerrilleros salvadoreños devenidos en empresarios y pistoleros a sueldo, los Ortega Murillo y su corte oscura. La lista es larga.
A diferencia del daño descarado que provocaron los que se pasaron de la raya, el provocado por dirigentes como José Mujica fue de otro tipo. Junto con Lula, encabezó en los años 90 la deriva hacia la derecha del Foro de Sao Paulo 1, y con ello de buena parte de la izquierda latinoamericana que mutó en el progresismo.
En tiempos de creciente amenaza de las extremas derechas y del fascismo, hay que entender las responsabilidades que tienen en ello las izquierdas progresistas, y sus límites para enfrentarlas. A las derechas se las detiene y derrota con la movilización y organización desde abajo, sin hacerles concesiones, y en la defensa de los derechos de las clases trabajadoras y de los pueblos, donde se construye la unidad, no firmando papeles en épocas de campaña electoral.
Quizá el legado más duradero de José Mujica será su inmensa entereza ante las dificultades, su honestidad personal y su vida austera, virtudes bastante raras entre muchas figuras relevantes de las izquierdas progresistas.
*Fernando López Romero, militante del MRT, Ecuador.
Nota de Correspondencia de Prensa