Uruguay. El gran fracaso: fractura social y políticas públicas

Uruguay

La fractura social y las limitaciones de las políticas públicas

Ellos y nosotros

A pesar de que el descenso de la pobreza sea una de las banderas enarboladas por los sucesivos gobiernos del Frente Amplio, las políticas públicas no son tan distintas a las aplicadas por la derecha. Mientras, las distancias simbólicas y la segregación por barrios han consolidado una cultura de la ajenidad que refleja el fin del relato integrador que siempre pregonó la izquierda. Tal vez este sea su gran fracaso.

Tania Ferreira/Betania Núñez

Brecha, Montevideo, 29-4-2016 http://brecha.com.uy/

Los vecinos de La Cruz de Carrasco señalan en el aire las líneas invisibles que dividen a un mismo barrio. A un lado de camino Oncativo (territorio cotidiano de la crónica policial) se encuentran las casitas con rejas y jardines cuidados con esmero por las familias que han estado en el barrio desde sus orígenes. Al otro lado de la calle, como si se tratara de otra dimensión, viven los perros flacos, se amontonan los ranchos de chapas despintadas y la vista se pierde en los corredores a los que nadie entra sin permiso.

Cerca, en esa misma acera, hay dos complejos de viviendas: las casas rojas y las blancas, que alojan a los vecinos de los planes de vivienda de los años noventa y a los realojados de los asentamientos por los gobiernos de izquierda. Son los viejos y los nuevos conviviendo a unos pocos metros, pero alejadísimos. La antigüedad todavía no alcanza para ganar el derecho de piso, porque subsisten las resistencias de los primeros residentes de la zona.

El otro eje que fractura al barrio es camino Carrasco: los servicios –las ambulancias, los taxis, los repartidores de alimentos, el gas– no entran. Hasta el Mides (Ministerio de Desarrollo Social) dejó de ir, según han notado los vecinos. Una de ellas acota al pasar que su hija lleva dos años esperando una visita. Y más allá de avenida Italia es otro mundo. Carrasco Sur está a unas cuadras, pero nadie cruza. “Si voy lejos, voy hasta 8 de Octubre”, ilustra otra vecina, y agrega: “Tenemos todo lo que necesitamos acá”. Pese a eso, desde el Portones Shopping hasta la rambla la seguridad se controla mediante garitas, no vaya a ser que a alguien del norte se le ocurra pisar el sur.

Los integraditos y los otros

“No nos gusta admitirlo, pero hay un ‘ellos’ y un ‘nosotros’”, admite el párroco Pablo Bonavía, de La Cruz de Carrasco. Según Bonavía, defensor de la teología de la liberación y continuador de la línea de Luis “Perico” Pérez Aguirre, el aumento en los ingresos familiares de la última década no ha generado una superación de esa “ajenidad”, de esa “cultura separada” entre los que tienen más y los que tienen menos.

“Ellos” ya no comparten las imágenes de sociedad, de familia, de trabajo, incluso de felicidad de aquel Uruguay hiperintegrado. “Ellos”, que viven el día a día, que no se detienen a analizar a largo plazo y menos les interesan los planes sociales de largo aliento; “ellos”, que tienen sus riquezas aunque se los llame pobres porque viven con menos de dos dólares por día, para los que pagar el agua, la luz y tener un trabajo (legal o formal) no es la regla, empezaron a sentir que los paradigmas del buen uruguayo estaban fuera de sus posibilidades, que eran directamente inalcanzables, explica el párroco. Y si de un lado aparece la violencia, la ausencia del concepto de trabajo como motor del ascenso social, del otro se responde con encierro, más represión, más incomprensión de las causas de la pobreza, menos tolerancia con el que no da el paso hacia el lado integrado del mundo. Así lo reflejan una y otra vez los diagnósticos, los estudios y las encuestas de una sociedad que ya lleva 11 años gobernada por la izquierda y que develan, hay que decirlo, uno de sus mayores fracasos.

“En realidad hay varios ‘ellos’ y varios ‘nosotros’”, arriesga Christian Mirza, asistente social y primer director de Política Social del Mides. “La exclusión va más allá de la privación de bienes y servicios, más allá de la privación material, y tiene que ver con la posibilidad de compartir sentidos con el resto de la sociedad.” Mirza cuenta que vivió realojos y sus resistencias, momentos en los que se generan “ruidos en los estilos de vida o las formas de intercambio subjetivo. Cuando madres víctimas de violencia doméstica eran trasladadas a viviendas decentes se generaban resistencias en el barrio. Hay un problema cultural e ideológico, hay cosmovisiones que chocan con las estrategias de inclusión social”.

El sociólogo Sebastián Aguiar percibe que cada vez hay más hostilidad en la ciudad, y piensa que se debe a cierta “extranjería”: al otro lo pongo fuera y lo miro mal. Según el investigador, español y extranjero en Uruguay, en un país que no recibe grandes flujos de inmigrantes, cuyas ciudades se mantienen incambiadas desde los años sesenta, tanto en población como en estructura, los “nuevos” que arriban a la sociedad y son mirados como extraños son los jóvenes, sobre todo los jóvenes pobres.

Deberíamos saber convivir entre todos, pero están los establecidos, los “integraditos”, y los otros, los outsiders, los marginales. Ahí es donde aparece “cierto grado de hostilidad dentro de la hospitalidad”, dice Aguiar, porque en la hospitalidad el que recibe le impone las reglas al nuevo: “Te comprendo pero tenés que hablar mi idioma. Y claro que lo tartamudean. Claro que no hablan el idioma del derecho, de la integración, de la búsqueda de un trabajo, como nos gustaría a nosotros”.

En Uruguay se han acumulado años y años de distancias sociales, y éstas se refuerzan a partir de los lugares de residencia. La fractura no sólo es simbólica o cultural sino también territorial. De hecho el indicador de segregación residencial aumentó, a pesar de que la pobreza haya descendido. Y así es como los círculos se cierran sobre sí mismos, “la gran mayoría de la gente habla del Cerro sin conocerlo, y califica a la gente que vive ahí de extranjeros”, dice Aguiar. Hay personas del Cerro que no pisan el Centro, y viceversa, así como la gente de la Cruz de Carrasco no cruza avenida Italia y viceversa.

La dinámica de exclusión también ocurre dentro de un mismo barrio, destaca el sociólogo. Y los adjetivos son los mismos para los otros: son los marginales, los que no tienen códigos, los que no comparten cultura, los que son raros a mis ojos. Son los que viven en las viviendas rojas o en las viviendas blancas.

Según el sociólogo, esta sociedad fracturada y tachada de violenta ha generado tres niveles de víctimas: “Es víctima el ‘integradito’ que vive en Pocitos y tiene miedo, pobre él”. También el vecino, por ejemplo de La Teja, “que no es malo y se rompe el lomo trabajando pero es rehén del señalamiento por vivir en ese barrio, y a su vez de la propia inseguridad”. Y finalmente “el unánimemente señalado, el que es indicado en general por los más ‘integraditos’ como ‘el violento que nos viene robando hace diez años’, ese también es una víctima. Los tres son víctimas en este juego perverso, pero algunos son menos víctimas que otros: los que tienen más oportunidades y señalan a dos victimarios que en realidad están por debajo de ellos. Esos son los ciudadanos, la Policía está de su lado, la ley los ampara y protege”.

La paradoja de las políticas sociales es que buscan incluir a una sociedad que es cada vez más excluyente. “Si toda la sociedad está montada en que el más fuerte se aproveche de las debilidades del más débil, ¿a qué sociedad estamos incluyendo?”, dispara Bonavía. Tal vez la gran paradoja es el propio concepto de exclusión: ¿excluidos de qué? El alejamiento se debe a la propia dinámica del mercado, al capitalismo salvaje y el consumo, la sociedad de la indiferencia, las inversiones internacionales que caen en paracaídas, por todo eso junto, dice. Pero mientras “nosotros” queremos incluirlos a “ellos” bajo nuestras reglas, “ellos” sienten que el Estado los mira como a bichos raros a los que hay que redimir, cuenta el cura. Las políticas sociales vienen a decir: “Qué lástima que tú no puedas ser como nosotros, te vamos a tirar una cuerda”. Y “ellos” se preguntan: “¿Pero quién quiere ser como ustedes?, ¿desde cuándo ustedes son el ideal?”. Desde la sociología, la economía y el trabajo social, los investigadores se formulan preguntas parecidas: ¿cuánto más se les puede pedir a las políticas sociales?

Peras al olmo

Los gobiernos del Frente Amplio (FA) tienen algunos números a su favor. Si se toma en cuenta sólo la billetera, hay menos pobreza e indigencia, y la desigualdad venía bajando hasta que se estancó (véase recuadro “¿Y cuando venga la crisis?”). “¿Eso significa que se ha resuelto el problema de la pobreza y la indigencia? No. ¿Mediante las políticas sociales se podría tender a la pobreza cero? No. Pensar eso es naif”, plantea Mirza. “Si se quiere avanzar en términos de superación de la pobreza y de la exclusión social, necesariamente hay que empezar a transformar la matriz de producción a través de políticas que, a lo mejor, no tienen nada que ver con las sociales, sino con las fiscales”, remata.

Todos los consultados coinciden: hay mejores y peores ejemplos, hay estrategias mal paridas y de las que continúan el camino allanado por los gobiernos de derecha, pero aunque fueran más efectivas, sólo con las políticas sociales no se combate la desigualdad y la injusticia. Para meterse con el tema de fondo habría que rever la política económica, liderada desde el inicio del ciclo progresista por un equipo económico renuente a tal idea. Y si bien la reforma tributaria surge como una de las “victorias” del FA, la sola idea de que pague más el que gana más no alcanza, porque abarca sólo “a los que tienen mayores ingresos”, mientras que “al capital cada vez le cobran menos impuestos. Parecería que fuera una entidad extrasocial a la que no le podemos exigir nada”, acota Pablo Ventura, director del Departamento de Trabajo Social de la Facultad de Ciencias Sociales. Hasta la crisis de los setenta, cuando los estados regulaban el mercado a partir de un pacto entre las clases sociales, “había niveles de marginalidad, como se le decía en esa época, pero en el horizonte estaba la idea de que esos problemas se podían resolver. Hoy no estamos en esa situación. Estos diez años han sido de mucho crecimiento, lo que permitió naturalmente abatir ciertos niveles de pobreza, pero no se resolvieron sus causas”.

En la conversación con la politóloga y socióloga Carmen Midaglia surge una y otra vez esa misma idea, pero también que hay unas cuantas tuercas que el FA no se ha decidido a ajustar. La primera: que hacen falta más servicios universales y menos programas focales. El Plan de Equidad fue pensado en sus inicios justamente como un plan, pero luego la primera parte de su nombre perdió sentido y se materializó en innumerables “intervenciones aisladas”. Hoy, en vez de que las personas entren por una puerta y salgan por otra, son los programas –desarticulados– los que confluyen en un mismo hogar: “va a llegar Jóvenes en Red a buscar al adolescente, Cercanías para ver cuál es la situación, Uruguay Crece Contigo para darle el set al bebito… y van a seguir llegando, y llegando, y llegando”.

Socorro García, asistente social y ex directora de la División Servicio Social del Inau, emplea casi las mismas palabras en su análisis: “las políticas del FA fueron muy focalizadas”, y por su fragmentación “reproducen la descomposición social”. Si el Fonasa es señalado como la política más universal que haya alcanzado el FA, porque tiende a incluir a toda la población bajo el mismo paraguas (pese a que los sectores más altos se están escapando hacia los seguros privados y el mutualismo sigue excluyendo), el resto de las políticas están pensadas como programas para pobres. García alerta, por ejemplo, sobre lo que puede ser una matriz focalizada en la génesis del Sistema Nacional de Cuidados: “Arranca con una impronta focalizada (al tomar como base a los Caif-Centros de Atención a la Infancia y la Familia) y después de que una política nace con esa matriz es muy difícil desmontarla. El Inau nació para la población pobre”, y pese a que se ha remado contra esa corriente, no se ha podido avanzar. “Una política pública que nace nueva tendría que fundarse con una matriz de universalidad.”

Una de las cosas que están limitando el alcance de las políticas públicas, piensa Midaglia, es justamente esa “programitis” que padece Uruguay, una patología gubernamental en la que los nuevos programas hiperfocalizados proliferan, a la vez que los anteriores, luego de quedar sin funciones, permanecen como “cadáveres institucionales”. “Nosotros hicimos un relevamiento para el Mides y encontramos programas que ya no tenían función pero seguían existiendo, porque cerrarlos y trasladar a la gente era conflictivo.” Midaglia cuenta, por ejemplo, que tutorió una tesis sobre los nuevos programas laborales destinados a sectores vulnerables, “y había un programa para cuatro departamentos, otro para todo el país, dos o tres en el Ministerio de Trabajo, uno en el Mides… No tenían mucha diferencia entre uno y otro, y cuando la estudiante fue a preguntar, las justificaciones daban risa: ‘Es mejor tener diferenciación para tener pluralidad’. Mentira; es porque hay una estructura montada y nadie la quiere perder, menos aun los que la administran. Son cuotas de poder dentro del Estado, y no veo que esté en la agenda del gobierno meterse con eso”. Es, en definitiva, la tan nombrada y nunca encarada reforma del Estado.

Alguna intención de articular hubo en el primer gobierno frenteamplista, cuando el propio Mides se pensó como un espacio de coordinación de todas las políticas sociales, recuerda García. Sin embargo, en la práctica “se lo cargó con la prestación de servicios. El Mides arrancó ni más ni menos que con el Plan de Emergencia, una política súper focalizada, y sin jerarquía, sin funcionarios, sin muebles ni local”. A partir de entonces siguió la inercia, esa de “pensar e intervenir en la pobreza por pedacitos”, que ya venía desde los noventa, dice Midaglia, y se acentuó en el gobierno de José Mujica.

En ese mar de programas focalizados falta tender un puente hacia los servicios universales: que de Jóvenes en Red haya un pasaje sin escombros hacia el liceo o la Utu (Universidad del Trabajo) plantea Midaglia. “Hay que recrear la vieja estrategia de la escuela como espacio universal: el lugar donde se juntaban todos, la heterogeneidad.” Según esta politóloga, sólo los sistemas orientados a toda la población son los que verdaderamente integran, esos que hacen que “ellos” y “nosotros” nos encontremos.

De hecho, la ministra de Desarrollo Social, Marina Arismendi, parecía identificar el mismo problema cuando, consultada por el diario El Observador, dijo el pasado 15 de abril: “Un programa va a buscar al chico y está 18 meses trabajando y lo convence de que vaya a hacer carpintería a la Utu”. Tiene que ir la trabajadora social a hacer “la cola y en la puerta le dicen que no hay lugar y queda en lista de espera”. Si el docente no “los quiere dentro de la clase”, dijo la ministra, ese “adolescente que vayamos a buscar va a volver a caerse del sistema”.

Mientras el discurso de Arismendi responsabiliza a algunos docentes, Midaglia va más allá y pone el foco en el sistema, en protocolos que aseguren el acceso. Por ejemplo, se podría establecer una cifra mínima de niños o jóvenes que provengan de determinados programas y tengan que ser aceptados por las escuelas de tiempo completo, la Utu o el liceo. “No hay una autoridad que diga: si a estos chicos o a estas mujeres que vienen de estos programas no los aceptan, se recortan los recursos; eso sería una verdadera articulación político-institucional. Hoy es el operador social quien va a conocer a la directora para ver si puede hacer el puente, pero no hay un mecanismo para que eso se dé.” Midaglia plantea que mientras no se incentive o directamente se obligue a las instituciones a recibir a esas poblaciones (por ejemplo a partir de refuerzos presupuestales), el sistema va a seguir tendiendo a “trabajar con la población más fácil y a excluir a la más complicada”.

Otra estrategia sería instalar los servicios en esas fronteras difusas donde naturalmente circulan “ellos” y “nosotros”. “No estoy diciendo que no se instalen servicios dentro de una zona compleja, pero hoy la localización territorial es estratégica para favorecer el contacto entre los sectores”, de lo contrario se siguen fomentando “los programas de pobres, y nadie va a querer ir a esos servicios”.

Pobre el que quiere

“Yo siempre les digo a mis alumnos, y ellos se enojan muchísimo, que los pobres son pobres porque no se organizan, porque no tienen voz pública, porque no presionan, porque no generan agenda”, dice Midaglia. Si las políticas sociales estuvieran vinculadas a un actor generador de agenda pública –como históricamente lo han sido los sindicatos, como en un tiempo lo fue el movimiento rural y hoy lo es el movimiento de género, ejemplifica Midaglia–, habría grupos trabajando por la inclusión social. Si las transferencias monetarias a las familias pobres fueran “un complemento del seguro de paro, tendrías a los sindicatos interesados, presionando para que esos beneficios se mantengan y no se depriman. Atándolo a los sindicatos tenés un actor que está vigilando, y hacés que se preocupe por familias que no necesariamente tienen empleo formal. Lo que falta es conseguir actores políticos que presionen por esa inclusión”.

Sin actores que pongan el tema en la agenda, ha permeado en la izquierda un discurso simplista: el pobre es pobre porque quiere. “Se ha dado un proceso de ‘desrresponsabilización’ del Estado y de la sociedad” en pos de una “responsabilización del individuo”, asegura Ventura. Según este trabajador social, cuando asumió la izquierda había un reconocimiento de que el neoliberalismo y la crisis de 2002 eran culpables de las altas tasas de pobreza e indigencia, de que había causas estructurales que explicaban la segregación y la desigualdad: aquella “herencia maldita”. En ese contexto se hizo un Plan de Emergencia que duró dos años, y luego se extendió la idea de que “ahora que gobierna la izquierda, si el pobre no mejoró su situación fue porque no quiso”. El Plan de Equidad, que está dirigido únicamente a las familias, parece estar diciendo que “si sos niño no tenés la culpa de ser pobre, pero si sos adulto, sí”, y por eso dejaste de estar amparado. Sin embargo, “las condiciones estructurales siguen siendo las mismas. Uruguay no volvió a los sesenta, a esas regulaciones más agresivas del mercado de trabajo. ¿Qué fueron el batllismo y el neobatllismo? Un Estado que se hizo cargo, que se hizo responsable de garantizar el bienestar de la población con políticas de empleo y desmercantilización de los derechos”.

Según Aguiar, muchas veces el relato que construyen los políticos y los propios planes sociales juzgan desde el sentido común. Un primer ejemplo: si no se hace un esfuerzo por explicar cuál es el objetivo y la necesidad de las transferencias monetarias, se construye la idea de que son una dádiva a cierta población, y se propicia esa lectura simplista del aprovechamiento, dice el sociólogo. Un segundo ejemplo: Casavalle, el barrio más estigmatizado en la actualidad, nace cuando se echa a la población afrodescendiente de los barrios Sur y Palermo. “El origen fue ese y hay que entenderlo así”, dice Aguiar, y remata: “Los políticos deberían trasmitir la complejidad de estos procesos y no sumarse al caballo de la simplificación para quedar bien”.

Tal parece que la izquierda abandonó su relato de izquierda. Ideas fáciles, como “el pobre es pobre porque quiere” o “es pobre porque no quiere laburar” surgen ante la falta de un trabajo por parte de la fuerza política de gobierno para dar explicaciones más complejas, de hablar sobre las causas más estructurales. Así se pregonan cada vez menos los valores de las clases trabajadoras, se confunde consumismo con calidad de vida, se olvida que la pobreza puede ser un subproducto injusto de la sociedad de clases (o directamente ya no se habla de la sociedad de clases), y terminamos por desconocernos entre nosotros.

¿Y cuando venga la crisis?

El gobierno de izquierda se ha embanderado con la disminución de la pobreza y la indigencia. Según las mediciones por ingreso para el año 2015, los hogares por debajo de la línea de pobreza han descendido al 6,4 por ciento (64 de cada mil hogares), y los indigentes al 0,2 por ciento. El índice de Gini –que marca la desigualdad– mejoró el último año pero sólo unas décimas respecto del año anterior: hoy está en 0,386 mientras que el año pasado se ubicaba en 0,381 y en 2006 en 0,455.

Si estos números le dan la derecha a la izquierda, hay quienes interpelan esos datos: “Yo me formé en una época en que la izquierda denunciaba que la forma de medir la pobreza era engañosa y reclamaba mecanismos más sinceros. Pero hoy la izquierda está en el gobierno y la mide por ingresos”, explica el trabajador social Pablo Ventura. “Hay un aspecto cultural de la pobreza, pero si le das un dinero a una persona indigente (las llamadas transferencias) y volvés a medir, dejó de serlo. Lo mismo con los pobres. Lo que ocurre es que si medís por necesidades básicas insatisfechas, más allá del ingreso, siguen viviendo en un rancho y teniendo déficit educativo. Entonces no incidiste de fondo.”

Otro indicador que puede verse como más honesto es el de segregación residencial: el denominado índice de Duncan, que mide la concentración territorial según la pobreza, la educación y el hacinamiento, pasó de 0,41 en 2006 a 0,44 en 2014. Según el informe presentado por el Instituto Nacional de Estadística (Ine) en setiembre de 2015, “al agudizarse la segregación residencial puede generarse una pérdida de interacción entre personas con diferente nivel socioeconómico y/o educativo. A mediano y largo plazo esto puede afectar la ventana de oportunidad de las personas más pobres al perder espacios de socialización con personas más favorecidas que podrían fortalecer sus herramientas de desarrollo”.

La economista Andrea Vigorito, del Instituto de Economía de la Udelar (Universidad de la República) coincide sobre lo acotado que resulta el enfoque de medir sólo por ingresos. Pero además se pregunta qué tan bien se miden esos ingresos: “Se sabe que esos índices captan bien los ingresos laborales y por transferencias, pero captan mal los ingresos de los muy ricos y los ingresos del capital”. Es coherente una caída de la pobreza con una caída de la desigualdad, porque todos los ingresos subieron en esta década, “pero si los de arriba suben más rápido que los de abajo, va a caer la pobreza pero va a aumentar la desigualdad”, explica.

Todo depende de la vara con que se mida, destaca la economista. El Ine determina una línea de pobreza nacional (teniendo en cuenta la canasta básica de alimentos, la no alimentaria y el número de integrantes por hogar), pero si se usan las mediciones comparativas de la Cepal para Latinoamérica o las globales del Banco Mundial (que establece que pobre es el que vive con menos de dos dólares por día), se obtienen niveles de pobreza muy auspiciosos: “Si querés hacer un uso complaciente de los indicadores, vas a usar esas mediciones”, dice Vigorito. “Las personas pueden mejorar sus ingresos pero no necesariamente su vulnerabilidad, entonces si la economía empeora, las personas siguen expuestas a enfrentar privaciones importantes.” Por eso se vuelve clave observar otras dimensiones, como los niveles de calificación o la capacidad de generar un “ingreso autónomo” que no provenga del Estado.

La diferencia con la anterior crisis de 2002 es que hoy en día, gracias a las políticas públicas, está tendida una “red de protección social” fácilmente activable. Según Vigorito, se identificó y se contactó por primera vez a la población vulnerable y ese vínculo puede potenciarse ante un nuevo escenario de crisis: “Ahí las transferencias tienen un rol fundamental de sostén”. Sin embargo, señala que todavía hay margen para mejorar y hacer cosas dentro de las políticas de Estado, como seguir redistribuyendo la riqueza.

Para Ventura no ha habido transformaciones estructurales. Una intervención fundamental para hacer frente con más espalda a una crisis hubiese sido actuar en la vivienda, plantea. Sin embargo, los precios de las viviendas siguen por los cielos y “los trabajadores básicamente alquilan. El trabajador se queda sin empleo y no puede pagar el alquiler. Se construye un rancho o una casa en donde puede, y empiezan a crecer los asentamientos, empieza a haber nuevos asentamientos, empieza a haber problemas en los asentamientos”. Ventura dice que una crisis es inevitable y va a llegar “hoy, mañana o pasado. Y estoy seguro de que vamos a volver a tener los índices de pobreza que tuvimos en 2002 y en los ochenta. El tema es la indigencia, si volviera a valores del 8, 10, 12 por ciento se generarían procesos de desocialización y daños irreparables”.

ONG y Estado

¿Agachar la cabeza?

  • Carmen Midaglia, politóloga. “Las Ong en su momento generaron agenda para plantear los problemas de exclusión que había. Luego perdieron la visión crítica, no sólo por el dinero, tal vez por la apreciación de que es un gobierno amigo.”
  • Socorro García, asistente social. “Se transfería y se transfiere mucho dinero a la sociedad civil, y eso ha implicado todo un cambio de las Ong: de ser sociedades civiles que en la época de la dictadura se autogestionaban o tenían apoyos internacionales pasaron a estar financiadas por el Estado. Y de alguna forma, si a vos te pagan por un servicio, bajás la cabeza, porque si no, perdés el trabajo.”
  • Jorge Meoni, ex miembro de la Coordinadora pro Recicladores. “La sociedad civil pierde fuerza. El Estado les da de comer y las Ong no quieren morder la mano del patrón.”
  • Pablo Bonavía, párroco de la Cruz de Carrasco. “El Estado, en vez de promover la acción de la sociedad civil, la está cooptando. Lo que de veras sería alternativo es que los movimientos sociales no sólo militen por sus derechos sino que incorporen la demanda de los demás movimientos populares. Eso sí es la ruptura del sistema, hacerse cargo de las demandas de los pobres. Hay que estar dispuestos a jugarse sin tener reconocimientos, a poner de uno sin el respaldo del poder, incluso sin el respaldo de aquellas mismas personas a las que supuestamente uno quiere beneficiar.”