Argentina – Los grandes empresarios, las recetas rancias y el fantasma del comunismo. [Esteban Mercatante]

La Asociación Empresaria Argentina, las recetas rancias y el fantasma del comunismo

Esta semana la Asociación Empresaria Argentina (AEA), entidad que nuclea a algunos de los dueños de las empresas más grandes de la Argentina, escenificó en su cumbre las miradas de este selecto club sobre el país que aspiran construir.

Ideas de Izquierda, 12-6-2022

Correspondencia de Prensa, 13-6-2022

La reunión dejó algunos momentos dignos de meme, dos de ellos protagonizados por el dueño de La Anónima, Federico Braun. Primero, el supermercadista comentó en “chiste”, respondiendo a una pregunta del Editor de Clarín, Ricardo Kirschbaum, que su acción ante la inflación cada vez más desbordada es lanzarse a una diaria remarcación de precios, tras lo cual soltó una carcajada imitada por el público, siempre tan atento a mostrar sensibilidad a las problemáticas de las grandes mayorías del pueblo trabajador (solo faltó un tono de risa más parecida a la de Sr. Burns de Los Simpsons). En otro pasaje destacado, Braun sostuvo que la Argentina tenía que terminar de definirse entre el capitalismo y el “comunismo”, este último supuestamente encarnado por el kirchnerismo y su inclinación a “estatizar” (sic) los medios de producción, definición esta última de comunismo que el poco versado empresario atribuyó a Karl Marx. Más allá de estos y otros momentos que pintan de cuerpo entero a la clase dominante Argentina, la reunión dejó entrever el desencanto sobre el panorama actual del país –sobre lo cual, si le creemos a estos dueños, ellos no tienen casi ninguna responsabilidad– pero también la idea de que rondan algunas oportunidades para ilusionarse, empezando por Vaca Muerta a pesar de la empantanada obra del gasoducto.

El lema con el que se convocó el cónclave de esta semana era “El sector privado es el factor clave para el desarrollo”. El subtexto, reflejado en varias de las intervenciones, fue que el Estado tiene que “dejar de ahogar”, así este puede realizar este papel protagónico que el empresariado está llamado a desempeñar para que el país pueda salir de la senda de deterioro económico. Esta imagen de ahogo se vio reflejada en muchas de las intervenciones: desde Héctor Magnetto de Clarín planteando que el impuesto a la renta inesperada, de aprobarse, llevaría al sistema impositivo de “distorsivo” a “confiscatorio”, hasta Martín Migoya de Globant –radicado en Uruguay para pagar menos impuestos, igual que Gustavo Grobocopatel y Marcos Galperín– reclamando que “dejen el arco quieto, no hagan nada si no saben qué hacer y no sigan empecinándose en redistribuir aunque no puedan o no quieran mejorar las cosas”.

Pareciera que los rasgos decadentes del capitalismo argentino fueran completamente ajenos al accionar de los grandes capitalistas, cuando en realidad está ampliamente documentado su protagonismo en el vaciamiento sistemático de la riqueza producida en el país. El relato de la necesidad de “liberar” al sector privado para que este despliegue una acumulación de capital más potente, construye en retrato que deja afuera un rasgo fundamental de los sectores más poderosos de la clase capitalista que opera en la Argentina: su enriquecimiento se debe en una medida considerable a su acceso privilegiado a los resortes del apoyo estatal. Incluso los más descarnados exponentes del discurso meritocrático entre los presentes en el cónclave, como Globant, se vieron beneficiados de estímulos fiscales dirigidos especialmente a favorecer su actividad. Esto, que caracteriza al conjunto del gran empresariado nacional, pero particularmente a la mayoría de los socios de AEA, es convenientemente dejado de lado a la hora de plantear sus “soluciones” para el país.

Veinte años con las ideas fijas

La novedad de esta cumbre, entonces, es que no hay nada nuevo en la mirada de los empresarios top. Lo expuesto esta semana repite lo que vienen planteando desde hace dos décadas. AEA fue fundada en 2002, en medio del terremoto político producido por las jornadas del diciembre caliente del año anterior. El objetivo inicial, podríamos decir, fue batallar por la defensa de intereses comunes –en medio del reseteo general de la economía que sobrevino tras el colapso del régimen de la convertibilidad– de aquella parte del sector corporativo más concentrado, de capital de origen nacional pero también extranjero, que se asoció a la entidad. Después de años de divisiones en la cúpula económica entre dolarizadores y devaluadores que se remontaban al final del gobierno de Carlos Menem y que se agudizaron bajo el gobierno de De la Rúa, las cuáles habían perdido sentido tras el default, el corralito y la posterior megadevaluación, AEA se proponía dar vuelta de página y crear un ámbito que articulara en primera persona a los titulares del gran poder económico –de casi todos los sectores de la industria, el agronegocio, la energía, el comercio, las finanzas y otros servicios– para marcar el paso en la agenda nacional.

En el clima pos jornadas de 2001, la pretensión de este nucleamiento de ganar influencia sobre sectores amplios de la sociedad venía condenada al fracaso. Después del derrumbe del proyecto de reestructuración económica que modernizó algunos sectores y desmanteló muchos otros en medio de una regresión social generalizada, ocasionado por desequilibrios de fondo solo ocultables mientras entraban capitales o se mantenía abierto el grifo del endeudamiento externo, hundió en el desprestigio al conjunto del empresariado. Si bien los objetivos más visibles de escarnio fueron los bancos y las prestadoras privadas de servicios públicos, ninguno quedó indemne. Además, mientras la pobreza llegaba a afectar a más de la mitad de la población como resultado de la megadevaluación de la moneda, en las filas de este nucleamiento estaban algunos de los grandes ganadores de esta salida devaluacionista. Otros, como los dueños de Clarín, se concentraban en salvar su participación accionaria amenazada por el festival de endeudamiento en el que habían incurrido, para lo cual terminarían consiguiendo una ley de bienes culturales que impedía que sus acreedores extranjeros coparan la empresa. Todo un festival de salvataje individual que daba poco margen para crear una entidad que apareciera como hegemónica. En sus primeros años de existencia, AEA se mantuvo en un discreto segundo plano.

AEA articularía su programa casi desde el comienzo, en contraposición de las políticas estatales, que eran identificadas como poco amigables, o hasta hostiles, al empresariado, aunque esto no se ajustaba a la realidad. La economía política kirchnerista, con su leit motiv de “crecimiento con inclusión social”, no renegaba de que los empresarios la “juntaran con pala”, sino que se ofrecía como garante de la continuidad de las políticas que habían permitido ese resultado –algo que se fue haciendo cada vez más difícil desde 2008 en adelante a medida que se deterioraba el contexto internacional y los objetivos económicos se volvían más difíciles de compatibilizar por la inflación y el agotamiento de los superávit “gemelos”–. El precio de las políticas –moderadamente– redistribucionistas, que la clase capitalista aceptó a regañadientes en los primeros momentos de la posconvertibilidad ante la magnitud de la crisis social y política, se fue volviendo cada vez menos soportable a medida que se ralentizó el crecimiento y se agudizaban los conflictos por el reparto de una torta cada vez más raleada. Esto abrió más el juego para planteos alternativos.

Como señalan Emiliano López y Francisco Cantamutto en uno de los capítulos del libro colectivo Entre la década ganada y la década perdida,

AEA centraba, por un lado, sus demandas en el plano económico-corporativo: la necesaria reducción de costos salariales, una reforma tributaria que reduzca la presión fiscal sobre las empresas y un mayor acceso al crédito. Por otro lado, abonaba a la construcción de una alternativa liberal 1

No sorprende que en 2015 la mayor parte de los miembros de AEA celebraran la llegada al gobierno de Cambiemos, que llevó adelante una política económica que en sus lineamientos centrales sintonizaba con lo que la entidad venía reclamando desde hace un largo tiempo. Como si la crisis de 2018-2019 no hubiera tenido lugar, lo que hoy piden este selecto club de dueños es un “segundo tiempo” de política económica como la de Cambiemos.

Martín Schorr, autor de numerosos libros sobre la cúpula de empresas más grandes del país, reflexionaba ante la consulta de Ideas de Izquierda:

La reunión de AEA puso en evidencia dos cosas. La primera remite a la confianza plena del poder económico local respecto del arribo, en 2023, de un nuevo experimento neoliberal en la Argentina. La segunda remite al planteo, una vez más, de una serie de cuestiones estratégicas para los intereses más concentrados que también aparecen en los programas o las propuestas de los diferentes candidatos de la derecha. Solo por mencionar los principales destacamos el avanzar de modo decidido en materia de flexibilización laboral, en una fuerte apertura económica (comercial y financiera), en una reforma impositiva que procure centralmente abaratar impuestos para los ricos, en la desregulación de ciertos aspectos “críticos” (sector externo, tipo de cambio, precios, etc.). En suma, siempre lo mismo: más reprimarización, más desigualdad y regresividad y dejar todo librado lo más posible al arbitrio de los “mercados”, es decir, a ellos mismos.

Escuchando a los magnates que expusieron en los distintos paneles sus reclamos para “liberar” la iniciativa del sector privado y así poder aportar soluciones para el país, parecería ser que los balances de sus empresas se caracterizaron durante estos años por mostrar números negativos, en línea con la situación de decadencia del país que se expresó en varias de las intervenciones. Pero si algo definió a la cúpula económica durante este tiempo, es su capacidad para disociar el desenvolvimiento de sus negocios de la trayectoria declinante del capitalismo argentino. Esta clase supo prosperar, tanto en tiempos de crecimiento como de crisis, aprovechando cada oportunidad que hubo para flexibilizar y abaratar a la fuerza de trabajo, apelando a todos los resortes del apoyo estatal a su disposición (subsidios, protección, financiamiento público, seguros de cambio explícitos o encubiertos), aprovechando masivamente el recurso del endeudamiento externo cuando este fue barato para financiar actividades y girar capitales al exterior (que hoy suman más de un PBI fugado), y reclamando medidas para socializar sus pérdidas cada vez que se produjo un descalabro. Acorde con esta trayectoria, su “solución para los problemas argentinos”, apunta en primer lugar a tomar medidas que mejore sus balances, con la promesa de un “derrame” que traiga prosperidad para toda la nación.

¿Capitalismo regulado?

Si la cúpula económica desmiente con su accionar que pueda ser un “factor clave para el desarrollo”, como promete el lema de la cumbre de AEA, tampoco se verifica la pretensión de que sus falencias puedan ser sustituidas por la intervención del Estado, como pretenden desde sectores del peronismo, empezando por la vicepresidenta, quien afirmó hace poco que “el capitalismo se ha demostrado como el sistema más eficiente y eficaz para la producción de bienes y servicios”. De lo que se trataría, en esta mirada, es de regularlo para beneficio del conjunto social.

La pretensión de que el Estado puede ubicarse por afuera y por arriba de las contradicciones del capitalismo dependiente argentino, en vez de ser parte integrante y arrastrado por las mismas, no resistió la prueba de los hechos en el ciclo que fue de 2003 a 2015, a pesar de que el período inició con las condiciones más propicias gracias al boom de las commodities y la herencia del ajuste duhaldista. Aunque los relatos sobre el período busquen ocultarlo, como analizaba el recientemente eyectado ministro Matías Kulfas en su libro Los tres kirchnerismos, durante esos años no hubo ningún cambio estructural. A pesar de los repetidos discursos por parte de diversos funcionarios sobre las transformaciones que estaban teniendo lugar durante esos años, especialmente en lo referente a la industria, señalábamos en La economía argentina en su laberinto que el tipo de industria que se mantuvo durante la década kirchnerista es cualitativamente igual al legado de los años noventa. Es decir, una industria concentrada en las etapas finales de elaboración de las manufacturas, en muchos casos solamente su armado, con porcentajes muy bajos de integración de piezas nacionales. Esto significa que se trata de una industria con muy baja agregación de valor y demandante en grado elevado de insumos, piezas y medios de producción importados. 2

Como analizamos en ese trabajo, la acumulación de capital, determinante central del crecimiento económico, estuvo por detrás de las posibilidades creadas por el aumento en la rentabilidad extraordinaria que caracterizó al período de la posconvertibilidad. 3 No hubo “regulación” estatal que fuera capaz de torcer esta “reticencia inversora” que caracterizó al empresariado nacional.

La actual administración, en la cual no hay siquiera unidad de propósitos sobre el alcance y sentido que debe tener esta “regulación”, las impotencias de cualquier intento en ese sentido se manifiestan de manera exacerbada. Desde la intervención de Vicentin que no fue, hasta los sucesivos fracasos en sostener un mínimo control de precios ante risueños remarcadores seriales como Federico Braun.

El propio Kulfas mostró en los lineamientos que le dio a su gestión, el limitado alcance que pueden tener los objetivos de “cambio estructural” en las condiciones del capitalismo dependiente argentino, más aún bajo los efectos de la herencia macrista que incluyen nada menos que al FMI auditando la economía y una hipoteca que inhibe cualquier acceso a financiamiento para inversión de largo plazo. A pesar del contraste que desde el día uno buscó mostrar el ministerio de Desarrollo productivo albertista con la administración de Macri, cuya dudosa receta “productiva” para buena parte de las empresas del país era cerrar plantas y “recorvertirse” en importadoras, lo más saliente de la administración de Kulfas ha sido lanzar una “batalla cultural” contra el ambientalismo para impulsar la instalación de megagranjas porcinas (que algún funcionario llegó a elogiar sin sonrojarse como modelo de la industria moderna de avanzada), el avance de la minería y megaminería, y la defensa de la cría de salmones en Tierra del Fuego. Nada que se proponga ahora tampoco un “cambio estructural”, sino la profundización de los rasgos que caracterizan una economía cada vez más basada en la explotación de commodities. No sorprende; este es el lugar que tiene asignado el capitalismo argentino en las cadenas globales de valor, en las que apenas se ubica como un proveedor de mercancías de bajo valor agregado.

Salidas de otra clase

Ni la variante de los “dueños” y los proyectos (neo)liberales –o las variantes libertarianas más recientes– ni la del estatalismo, despejan el camino bloqueado para el desarrollo. Administraciones de uno y otro signo se vienen sucediendo en un círculo vicioso que alimenta la decadencia. Lejos de proponerse revertir las condiciones que configuran al capitalismo dependiente argentino –que por el contrario para muchos grandes empresarios son las que determinan los negocios que producen sus ganancias– en todo caso el planteo apunta a distintas estrategias que dan por sentada la continuidad de este carácter subordinado de la formación económicosocial argentina, con todo lo que eso implica, en primer lugar que continúe la degradación de las condiciones de vida de la clase trabajadora y el pueblo oprimido que, con altibajos, se viene profundizando hace décadas.

Para romper este círculo es necesario poner fin al gobierno de una burguesía integrada por mil lazos al imperialismo. La fuga de capitales, los onerosos pagos de la deuda, las remesas de ganancias de las empresas multinacionales que operan en el país a sus casas matrices, y la renta agraria, muestran la existencia de recursos potencialmente disponibles para realizar las inversiones más urgentes que permitan elevar el desarrollo de las fuerzas productivas. El problema está en cómo los actores que concentran la apropiación del excedente, hacen uso de él. Si cortamos con el vaciamiento nacional que producen los acreedores de la deuda, las grandes empresas y el agropower, podrán surgir los medios para incrementar la capacidad de crear riqueza, para destinarse a mejorar o desarrollar las infraestructuras fundamentales, a la construcción de viviendas, escuelas, hospitales, a la modernización de los transportes, y a garantizar el acceso a la cultura y el esparcimiento. Al mismo tiempo, a través del monopolio del comercio exterior y un sistema financiero nacionalizado podríamos apuntar a estimular los desembolsos requeridos para el desarrollo o adquisición de los medios de producción que resulten prioritarios. Los recursos que hoy se fugan en esta sangría podrían concentrarse en el objetivo de reducir la jornada laboral, para trabajar menos y repartir el trabajo entre todas las manos disponibles, sin reducir el salario y garantizando siempre un piso acorde a la canasta familiar. La fuerza social para llevar adelante este programa existe: la clase trabajadora ocupada y desocupada, junto a la pequeña burguesía pobre que es su aliada natural, representan casi ocho de cada diez habitantes del país. Si estas fuerzas sociales se ponen en movimiento hegemonizadas por la clase trabajadora se puede derrotar al imperialismo y sus aliados, y abrir el camino para planificar democráticamente la economía; que la clase trabajadora discuta colectivamente qué se va a producir y cómo, a través de organismos mil veces más democráticos que los de la democracia representativa. Esto permitiría terminar con la irracionalidad de que se construyen viviendas vacías para quien no va a vivir en vez de que puedan tener vivienda las cuatro millones de familias que viven en emergencia habitacional. O que algunos trabajen doce horas y otros no trabajen, (lo que se terminaría) repartiendo y dividiendo el tiempo de trabajo entre ocupados y desocupados. Permitiría, entre otras cuestiones, tener una relación amigable con el ambiente y no el desastre climático y destrucción del medio ambiente. Para imponer esta perspectiva es clave fortalecer una alternativa de izquierda que batalle por una perspectiva anticapitalista, antiimperialista y socialista internacionalista.

Notas

  1. Emiliano López y Francisco J. Cantamutto, “El orden social kirchnerista entre la economía y la política”, en Martín Schorr (coordinador), Entre la década ganada y la década perdida. La Argentina kirchnerista. Estudios de economía política, Buenos Aires, Batalla de Ideas, 2017, p. 31.
  2. Esteban Mercatante, La economía argentina en su laberinto. Lo que dejan doce años de kirchnerismo, Buenos Aires, Ediciones IPS, 2015.
  3. Ver el capítulo 6 de Esteban Mercatante, ob. cit., pp. 159-191.