Cultura – Josquin des Prez, maestro de las notas. [Guilherme de Alencar Pinto]

Grabado holandés de 1611 que reproduce una pintura al óleo de Josquin des Prez perdida en la actualidad. Wikicommons.

Quinientos años de la muerte de Josquin des Prez

Maestro de las notas

Josquin des Prez fue el compositor más célebre de su tiempo. Sus composiciones retienen el potencial de asombrar por su virtuosismo técnico, su belleza y su impacto emocional. Fue protagonista en un momento de cambios profundos que nos siguen afectando hasta el día de hoy, y que él supo reflejar, encarnar y acelerar.

Brecha, 3-8-2021

Correspondencia de Prensa, 3-8-2021

Josquin des Prez fue y sigue siendo el más célebre compositor de la escuela francoflamenca, que dominó la música europea por casi dos siglos. El término francoflamenco refiere a la región que comprende lo que actualmente son el norte de Francia, Bélgica y Holanda. La prosperidad económica y cultural de esa zona derivó, sobre todo, de la guerra de los Cien Años (1337-1453), en la que se enfrentaron Inglaterra y Francia. El Ducado de Borgoña (actualmente noreste de Francia) y los Países Bajos, entonces supeditados a Borgoña, permanecieron neutrales durante el extenso conflicto, lo que permitió un desarrollo económico enorme de la producción y el comercio de manufacturas (sobre todo textiles), y una organización financiera que puso a la región en la vanguardia del incipiente capitalismo mercantil. Esa prosperidad se reflejó en las artes, cuya veta más ampliamente conocida en la actualidad es la escuela de pintura que incluyó nombres como Van Eyck y Bosch, extendiéndose luego con los dos Brueghel, Rembrandt y Vermeer, entre otros.

Durante los siglos XV y XVI, el estilo de los compositores francoflamencos se convirtió en el estilo paneuropeo. Las principales cortes de todo el continente estaban dirigidas por maestros de origen francoflamenco, de una manera análoga a lo que ocurriría siglos después con los profesores italianos de canto operístico. Esa dominación solo se empezó a diluir cuando surgieron compositores nativos de otras regiones que habían absorbido plenamente los procedimientos francoflamencos (el italiano Palestrina, nacido en 1525, cuatro años después de la muerte de Josquin, sería el primer «compositor más famoso de Europa» en un siglo y medio que no fue francoflamenco).

La dominación francoflamenca en el terreno musical iba más allá de que esa región próspera generó compositores competentes. Hubo algo más fundamental. Durante la guerra de los Cien Años se dio una diferenciación bastante neta entre los enfoques musicales francés e inglés, enfoques que, curiosamente, coinciden con estereotipos de una y otra nacionalidad, es decir, los franceses intelectuales, especulativos y vanguardistas, y los ingleses pragmáticos. Plantados desde su posición imparcial, los francoflamencos hicieron una fusión de ambas tendencias que resultó irresistible. Aplicaron el rigor y el virtuosismo franceses al gusto inglés por la eufonía (el sonar «bonito», agradable, suave, consonante). Ello implicó el establecimiento generalizado de la armonía triádica, es decir, basada en los acordes mayores y menores, que siguen siendo el abecé de nuestra música.

Es curioso encarar esa música de hace medio milenio. Existen abundantes grabaciones, pero circulan entre un público especializado. La música de la escuela francoflamenca fue esencialmente vocal, con texto. Nosotros estamos acostumbrados a músicas que tienen una melodía principal puesta en relación con un acompañamiento. Pero la música del Renacimiento se armaba con varias melodías, cada una cantada por una voz, que transcurrían en forma concomitante (en la generación de Josquin fueron desde dos hasta siete voces). Una de las normas del contrapunto (combinación de distintas líneas melódicas) de entonces era que cada una de las partes vocales debía ser melodiosa, un criterio que tomaba en consideración el disfrute de cada cantante y que contrasta con el criterio orquestal de siglos después, en que el instrumentista individual es reducido a un obrero remunerado enajenado, cuya parte solo está pensada en función del efecto externo, para los oyentes, por más aburrida que pueda resultar para el ejecutante. Tampoco había predominio de una voz sobre las demás: la música existe en esa masa sonora tejida con líneas individuales. El compositor va armando esa textura, haciendo que una voz gane mayor proyección aquí, la otra un poquito más adelante; cuando una se mueve un poco más, las otras le dejan el espacio, y cuando la que se movía se detiene, otra viene a ocupar su lugar; por momentos cada una sigue una curva diferenciada y la textura es dispersa, pero luego entran todas en bloque generando un tutti; por momentos cantan solo las voces agudas y esto se diferencia del momento en que cantan solo las más graves. Y todo eso está regulado por una especie de grilla en que se van definiendo, en la combinación de los movimientos de todas las voces, un acorde, luego otro, luego otro más, y ese ritmo regular de la aparición de los acordes define una primera versión de eso que actualmente llamamos el compás de la música. Había también una estética de discreción, de ocultar el artificio, de contornos formales difuminados, de evitación de simetrías alevosas: un marco de suave impredecibilidad y discretísimas sorpresas.

La técnica para lograr todo eso es difícil, pero es accesible mediante la práctica dedicada. En ese entonces, cualquier compositor dominaba esos recursos, el mero logro de hacer que todo eso sonara bien no se veía como un mérito excepcional y los músicos solían imponerse desafíos adicionales. La mayoría de las composiciones de Josquin, por ejemplo, incluyen alguna forma de canon, es decir, una o más de las voces está haciendo lo mismo que otra, pero un poco después, y todos los requerimientos antedichos se deben cumplir en el marco de esa restricción. Hasta eso podía ser poca cosa, y el compositor podría haber llegado a aumentar la dificultad a grados inauditos. Varias de las secciones de la Misa L’Homme armé super voces musicales, de Josquin, están realizadas en canon proporcional: la voz central canta la melodía (determinadas notas con determinado ritmo); la voz de abajo canta lo mismo, pero dos veces más rápido, mientras que la voz superior lo hace tres veces más rápido que la voz central (en relación de 3:2 con la de abajo). ¡Y suena de lo más bien!

Esos malabares técnicos pueden parecer medio estrafalarios desde nuestro criterio de que lo que importa es lo que suena. Pero si, además de lo que sonaba (que sin dudas importaba), importaba otra cosa, ¿qué era esa otra cosa? Es difícil decir, porque desde adentro de la vivencia de aquella cultura, esas son cuestiones que no se explicitaban, que se daban por descontado. Probablemente contaba el orgullo profesional del compositor virtuoso frente a los colegas y entendidos. Quizá había también un resto de pensamiento esotérico medieval, para el que la música iba más allá del efecto sensorial sonoro y era también una realización matemática, conectada con el orden del mundo (la «música de las esferas»). O quizá hubiera una noción de que, en forma subliminal, esos recursos aportaban cierta unidad profunda a la obra, disciplinaban los devaneos de la imaginación creativa.

Josquin integró la tercera tanda generacional de la escuela francoflamenca y alcanzó una reputación no igualada hasta el florecimiento de Palestrina, décadas después de su muerte. Pese a esa reputación, se sabe muy poco sobre su vida. Nació entre 1450 y 1455 cerca de la frontera de lo que actualmente son Francia y Bélgica. Debe haberse formado, como la mayoría de los músicos de entonces, en una escuela de niños cantores. Quizá fue discípulo de Johannes Ockeghem (c. 1420-1497, el más célebre compositor de la generación precedente). Se sabe que en 1477 cantaba en la capilla del duque de Anjou, luego ocupó cargos más destacados para los reyes Luis XI y Luis XII de Francia, para la familia Sforza en Ferrara, para la corte papal en Roma. Es decir, trabajó en algunas de las posiciones más elevadas con que un músico podría soñar.

Sobrevive un retrato suyo, un grabado que es la copia de un retrato al óleo, perdido, que quizá haya sido pintado por el mismísimo Leonardo da Vinci. Existe una única referencia a un rasgo personal suyo. Cuando, en 1503, el duque Hércules I d’Este necesitó un nuevo director musical para la corte de Ferrara, un asesor le recomendó que contratara a Josquin, ya que le otorgaría a la corte el máximo prestigio. Hércules buscó una opinión adicional, y Gian D’Artiganova le recomendó enfáticamente que contratara a Heinrich Isaac, otro francoflamenco (c. 1450-1517), aclarando que Josquin «compone mejor, pero solo compone cuando se le canta, y no cuando uno lo quisiera», y además pedía un sueldo de 200 ducados, contra los 120 de Isaac. Hércules contrató a Josquin, quien trabajó en Ferrara hasta que un brote de peste lo forzó a huir de regreso a su región natal, en Condé-sur-l’Escaut, donde, aparentemente, trabajó hasta su muerte, el 27 de agosto de 1521.

Esa única evidencia de la carta de D’Artiganova nos legó la noción de un Josquin orgulloso, que sabía lo que valía y se hacía valer, sin resignarse a la obediencia total que se esperaba de un músico de corte, es decir, un prototipo de la imagen romántica de Beethoven. Otra evidencia indirecta está en algún rasgo de irreverencia: una de sus misas tiene como elemento unificador la serie de notas la-si-fa-re-mi, un chiste interno con los cantantes referido a un patrón que asumía más responsabilidades de lo que podía (lascia fare mi, es decir, ‘dejen que lo hago yo’).

La parte más sustanciosa de la producción de Josquin consiste en misas, un género ambicioso que se puso de moda con el inicio de la escuela francoflamenca y que fue el primero en la historia de la música en que la unidad de la «obra» se desplegaba en distintos movimientos (Kyrie, Gloria, Credo, Sanctus y Agnus Dei). El editor veneciano Petrucci inventó, hacia 1497, la primera forma práctica de imprimir partituras, y la primera de sus publicaciones dedicadas a un único compositor fue un volumen de misas de Josquin (1502). Funcionó lo suficientemente bien como para justificar dos volúmenes adicionales (1504 y 1514), cada uno de ellos con varias reimpresiones. Josquin compuso también piezas religiosas más breves y piezas profanas con texto en francés (chansons) e italiano (frottole).

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Primera página del segundo misario de Josquin des Prez, edición de Petrucci, 1504 o 1505 IMSLP

Aun en vida de Josquin, un soneto de Serafino dell’Aquila dice que el compositor no tendría que envidiarles nada a los ricos trajes de los cortesanos, ya que tenía algo mucho más valioso, su «sublime ingenio». Josquin fue de los primeros compositores cuya fama se extendió después de su muerte. Lutero recomendó al «divino Josquin» como ejemplo a ser seguido: «Es el maestro de las notas. Él hace lo que quiere con las notas, mientras que otros compositores se tienen que arreglar con lo que las notas quieren». En 1547 el teórico Glareano elogiaba su «perfección» y pensaba que luego de él solo se podría aguardar la decadencia. En 1567 el humanista Cosimo Bartoli lo describió como «el Miguel Ángel de la música».

La carrera de Josquin implicó más que lo que insinúa esa mera enumeración de apologías. Él fue el protagonista de dos procesos fundamentales.

Democrartización

El uso renacentista del término chanson no se traduce bien por su correspondiente español ‘canción’, ya que se trataba de obras a varias voces. La idea era de un entretenimiento estético colectivo, en el que un grupo de personas (entre tres y seis, en la producción de Josquin) que tenían una voz razonable y sabían leer partituras se reunían a cantar juntas. El género, o algunos de sus antecedentes con otras designaciones y características, se venía practicando desde fines de la Edad Media, pero tendió a afianzarse con el desarrollo de la burguesía. Las chansons de Josquin se destacaron por ellas mismas, pero tuvieron un empujón adicional con la aparición de la imprenta de música: los volúmenes impresos de chansons (que empezaron a surgir en 1501) salían mucho más en cuenta que las copias manuscritas. Como siempre ocurrió y seguiría ocurriendo, el desarrollo tecnológico a la larga favoreció músicas de un carácter más popular. Si al inicio las misas de Josquin fueron los grandes hits en ventas de partituras, el énfasis pronto se trasladó a las chansons, que ganaron una difusión más parecida a masiva.

Algunas de las chansons de Josquin pueden llegar a tener la apariencia sonora general de sus piezas religiosas. Pero las hay de otros tipos también, y ahí Josquin podía adoptar un estilo completamente distinto, con un corte rítmico mucho más pronunciado y sincopado, vívido, rico en efectos sonoros llamativos, sin prejuicio de que, casi siempre, siguen ahí, disfrazados, los cánones y otros procedimientos «matemáticos». Los textos lidian con asuntos prosaicos, casi siempre referidos al amor o al sexo. Hay canciones serias de mal de amores, en las que el deseo erótico se expresaba con eufemismos convencionales («Oh, mi dama soberana, reciba su amigo con su plena bondad», Je ne me puis tenir d’aimer). Cuando el tono es más picarón, la referencia sexual es más explícita: «Alíviame, mi dulce y bella morocha, más abajo del ombligo» (Allegez moy doulce plaisant brunette). A veces ello se entrevera con algún aspecto social, como en Faulte dargent («Falta de dinero»), en que el personaje-locutor dialoga con una prostituta acostada a su lado, comentando, apenado, sobre lo que ella tiene que hacer para ganar su sostén. La deliciosa frottola El grillo contiene momentos de dicción veloz que pretenden evocar el chirrido del grillo: «Dale dale beve beve grillo grillo canta». Pero, al mismo tiempo, el «grillo» es una evocación maliciosa del pene que, cuando hace calor, queda firme y canta largo.

Emociones

Otro proceso protagonizado por Josquin fue la valorización de la emoción en la música. Fue un proceso complejo, que tuvo que ver con la emergencia del humanismo durante el Renacimiento y la consiguiente valorización de lo subjetivo. Más allá de esa motivación ideológica, el sistema musical triádico, que se internacionalizó con la escuela francoflamenca, amplió mucho las posibilidades para la expresión de emociones, con su diferenciación entre acordes menores (más oscuros y tristes) y mayores (más luminosos y alegres); la sistematización del uso y de la resolución de disonancias, que permitía toda una gradación de tensiones y distensiones; la posibilidad de diferenciar situaciones tonales más estables (dentro de un mismo ámbito diatónico) de otras más retorcidas e inesperadas. Fueron recursos que se añadieron a las posibilidades disponibles de antes, y que tenían que ver con la curva melódica y el manejo del ritmo, factores que, por supuesto, siguieron contribuyendo.

Es fascinante observar el afianzamiento de ese proceso en la producción de Josquin. La chanson Ma bouche rit et mon cueur pleure tiene dos mitades, una alegre, saltarina, referida a la boca que ríe, y otra tristona, que adopta la perspectiva del corazón que llora.

El ejemplo más punzante debe ser Nymphes des bois, una lamentación por la muerte de Ockeghem. Fue una de tres incursiones de Josquin en un género que él aparentemente inventó, que sería el motete-chanson, es decir, un híbrido de pieza religiosa con chanson. De las cinco voces, el tenor (la voz del medio) canta el texto en latín y la melodía gregoriana del réquiem. Las otras cuatro voces tejen, alrededor del tenor, la composición de Josquin, sobre un poema en francés de Jean Molinet. Todo es lento, tristón, pero la elección justa de los acordes, de los vuelcos tonales, de algunos saltos de notas hacia el agudo van generando un clima serenamente desgarrador (valga el oxímoron manierista). De pronto, el tenor se calla, la textura se ahueca y las demás cuatro voces hacen una secuencia de disonancias y resoluciones en las que se nombra a la generación de los compositores que perdieron a su «padre», encabezada por el propio Josquin (los demás son Antoine Brumel, Pierre de la Rue y Loyset Compère). Luego de ese momento, regresa el tenor para la última frase, en la que las cinco voces asumen el texto latino y cantan juntas el «Requiescat in pace. Amen». Pocas veces la muerte de un maestro fue cantada en forma tan bella y dolida.

La música de Josquin, tan lejana y ajena en sus más de 500 años, sigue teniendo el potencial de maravillar al oyente compenetrado y curioso con la delicadeza y el virtuosismo intelectual de su realización. Y está en la raíz de procesos cuyos ecos siguen entre nosotros: el de la popularización de la música y el de la representación y transmisión de sentimientos, que muchos damos por descontado como la esencia misma de la música, pero que no: fue algo históricamente construido. Josquin es la mejor expresión de ese momento de descubrimiento (¿invención?) fundamental.