Claudia Sheinbaum con Marco Rubio, septiembre de 2025.
México y Estados Unidos: ¿una relación a prueba de todo?
Nueva Sociedad, noviembre de 2025
Correspondencia de Prensa, 13-11-2025
Claudia Sheinbaum sigue la línea de su antecesor, Andrés Manuel López Obrador, de mantener la cooperación estratégica con Washington en temas claves como comercio, migración y lucha contra el narcotráfico. En siete años de gobierno de izquierda, México ha buscado evitar la confrontación retórica con la Casa Blanca pese a los exabruptos y acusaciones de Donald Trump.
Recientemente, el titular de la Secretaría de Economía de México, Marcelo Ebrard, se presentó ante las dos cámaras del Congreso federal. Allí, reiteró la estrategia contenida en el Plan México, eje de la política interna y externa del gobierno de Claudia Sheinbaum y del llamado «segundo piso» de la Cuarta Transformación (4T), como el gobierno del Movimiento de Renovación Nacional (Morena) denomina al proceso comenzado por Andrés Manuel López Obrador en 2018. Quien lea ese plan deberá admitir que el núcleo de dicha estrategia no es otro que la continuidad y el afianzamiento del proceso de integración de México con América del Norte.
Antes de la presentación de Ebrard, el canciller Juan Ramón de la Fuente y la presidenta Sheinbaum recibieron al secretario de Estado de Estados Unidos, Marco Rubio, en la Ciudad de México. El gobierno mexicano reafirmó en esos encuentros que la apuesta es lograr la menor situación posible respecto de los aranceles estadounidenses, incrementar la colaboración en control migratorio, seguridad fronteriza y combate al narcotráfico, y salir bien librados de la revisión del T-MEC (Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá) en el verano boreal de 2026.
La evidencia de que la integración norteamericana es la prioridad del gobierno de Sheinbaum no impide que las percepciones ideológicas sobre la 4T resulten cada vez más contradictorias. Ciertos gestos buscan un efecto compensatorio a su relación con Washington, como aumentar el subsidio energético a Cuba, rechazar el Premio Nobel de la Paz a la opositora venezolana María Corina Machado o anunciar la inasistencia de la presidenta a la Cumbre de las Américas en República Dominicana, en virtud de la exclusión de Venezuela, Nicaragua y Cuba.
Para el oficialismo, que se expresa en la cada vez más amplia red mediática progubernamental, esos gestos se presentan como prueba de que la doctrina del «humanismo mexicano» rige la política exterior del gobierno de Sheinbaum. Para la oposición, por el contrario, constituyen la evidencia de que Morena buscaría, no la integración a Canadá y Estados Unidos, sino la homologación entre el sistema político mexicano y el cubano o el venezolano (que, dicho sea de paso, son distintos entre sí). Curiosamente, la indulgencia y el paternalismo con el que los gobiernos de Andrés Manuel López Obrador y Sheinbaum tratan a los autoritarismos caribeños son percibidos por unos y otros como un proyecto coherente en uno u otro sentido, no como una forma de compensación ideológica.
Sin embargo, las políticas de Morena más cuestionadas en términos democráticos, como la elección directa por voto popular del poder judicial o la proyectada iniciativa de reforma electoral, supuestamente contraria a la representación proporcional, no parecen inspirarse en Cuba ni en Venezuela, ni gravitan hacia esos dos regímenes. El primero remite, en todo caso, a la experiencia boliviana, desastrosa según no pocos actores de la propia izquierda socialista e indigenista en ese país andino, y el segundo muy difícilmente tenga que ver con dos países donde el pluripartidismo ha sido eliminado o severamente contrarrestado.
Lo que propone el Plan México es mayor integración con Estados Unidos y Canadá, economía desregulada, aprovechamiento de la relocalización, incremento acelerado de la inversión y la transformación de México en una de las diez mayores economías capitalistas del planeta y en uno de los cinco principales destinos turísticos del mundo. No necesita decirlo explícitamente, pero el Plan México deja de lado cualquier intento de avanzar en una diversificación internacional del comercio y las inversiones, sobre todo, orientada hacia una reconexión con China y el Sudeste asiático.
También elude cualquier sintonía con el proyecto de los BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) o con una relación privilegiada con Brasil u otros gobiernos de la izquierda democrática latinoamericana, como reclaman con insistencia sectores reformistas de la 4T. La estrategia global del actual gobierno, tal y como describen Rafael Velázquez, Luz Araceli González Uresti y Jorge A. Schiavon en un dossier de Foreign Affairs Latinoamérica, sigue suscribiendo la guerra comercial contra China -en septiembre se elevaron a 50% los aranceles a automóviles, autopartes y textiles del país asiático- y descuidando el vínculo con Europa y América Latina.
La fuerte apuesta por el bilateralismo entre Estados Unidos y México ha debido sobrevivir a líderes supuestamente antitéticos como Trump y López Obrador-Sheinbaum, pero también al intenso cabildeo probolivariano que tiene lugar en las redes de Morena y la 4T. La presidenta Sheinbaum no solo tuvo que poner buena cara y recibir a Rubio, sino que el canciller De la Fuente debió escuchar en silencio que el Secretario de Estado de Estados Unidos defendiera los ataques con drones contra embarcaciones venezolanas en el Caribe y anunciara que «volverían a suceder».
El sólido vínculo bilateral parece sobrevivir a todo eso y a presiones más específicas como la oposición de México al embargo comercial de Estados Unidos contra Cuba. La presidenta Sheinbaum ha reiterado, con razón, que el subsidio energético a la isla y la contratación de médicos cubanos, dos operaciones que concentran el mayor volumen del nexo con La Habana, no amenazan el prioritario vínculo entre México y Washington. 80% del comercio exterior de México está localizado en Estados Unidos. Países latinoamericanos como Brasil, Chile, Perú o Colombia están por debajo de 0,7%. La relación comercial con Cuba se coloca muy por detrás de esos indicadores regionales, lo que la hace prácticamente ínfima dentro del intercambio económico mexicano. La mayor presión de Estados Unidos sobre México no se dirige a esos vínculos compensatorios sino a la cesión de soberanía en materias de seguridad, control migratorio y combate al crimen organizado.
La autonomía que México pierde en esas áreas intenta ser recuperada con declaraciones a favor de Cuba, Nicaragua y Venezuela en «la mañanera» (conferencias de prensa matutinas como las que popularizó López Obrador) y con reiteraciones mecánicas del principio de autodeterminación de las naciones, que no alteran el núcleo bilateralista de la política exterior mexicana. En el año que lleva Sheinbaum gobernando se ha deportado a Estados Unidos más de 26 narcotraficantes, pertenecientes a los carteles de Sinaloa, Jalisco Nueva Generación y el Noreste. Lo mismo ocurrió con el capo chino del fentanilo Zhi Dong Zhang, conocido como Brother Wang, quien fue detenido en Cuba tras fugarse de México y finalmente entregado por el gobierno mexicano a su vecino del norte. También el gobierno mexicano ha contenido el flujo migratorio por sus fronteras y las caravanas de migrantes de Centroamérica y el Caribe.
Durante este primer año, el gobierno de Sheinbaum ha logrado, a cambio, cuatro posposiciones de aranceles de parte de Estados Unidos y cada una ha sido celebrada como un éxito de la diplomacia mexicana. Para el actual gobierno de Morena, percibido por muchos de sus aliados en Europa y América Latina como ejemplo de proyecto «nacional-popular» en la región, es motivo de orgullo haber logrado una nueva pausa a los aranceles mientras Trump paraliza las negociaciones con Canadá.
No obstante, el bilateralismo, que es la prioridad de la política exterior mexicana, tiene que sortear obstáculos en varios niveles simultáneos. A veces, estos provienen directamente del meollo neoproteccionista del gobierno de Trump, como el reciente boicot a las aerolíneas que operan en el Aeropuerto Felipe Ángeles, obra emblemática de López Obrador. Otras veces, se originan en la realidad doméstica más inmediata.
El trasfondo de la presión de Estados Unidos sobre México, en favor de una estrategia de combate al narcotráfico más enérgica, hace que cualquier grieta en la seguridad se preste para promover diferendos con Washington. Lo que se ha visto en días recientes con el asesinato del alcalde de Uruapan, Carlos Manzo, ilustra muy bien esas dinámicas. El crimen fue capitalizado por la Casa Blanca y también por la oposición mexicana, con el propósito de denunciar complicidades del gobierno de Claudia Sheinbaum con el narcotráfico.
Cada vez que puede, el presidente Trump reitera el tópico de que «México está controlado por el narcotráfico». Pero desde la época de López Obrador, que se presentaba como amigo de Trump, las autoridades mexicanas se acostumbraron a no dar demasiado crédito a los dichos del presidente estadounidense. Se trata de una táctica de negación racional o de subestimación deliberaba, que cumple funciones defensivas, ya que libera a México de la obligación de responder a cada declaración agresiva de Trump y evita contribuir a un clima de careo verbal con Estados Unidos en las redes sociales, como el que predomina en la relación de Washington con Cuba o Venezuela.
En siete años de gobierno de izquierda, México ha evitado rigurosamente ese estilo confrontativo en su relación con la Casa Blanca. En estos momentos, ese talante negociador se enfrenta a su principal reto: las operaciones militares contra embarcaciones en el Caribe y el Pacífico, que ya suman 16, con cerca de 70 muertos. La presidenta Sheinbaum ha declarado su oposición a los ataques, aunque no con la contundencia del colombiano Gustavo Petro, y a fines de octubre pidió una cita con el embajador Ronald Johnson.
Sin embargo, luego de las declaraciones de Sheinbaum, el canciller De la Fuente y el secretario de Marina, Raymundo Morales, se reunieron con el embajador Johnson y acordaron profundizar la «cooperación marítima» y «fortalecer la coordinación bilateral» en ese ámbito. De manera que luego de los últimos ataques en el Pacífico mexicano, la respuesta final ha sido un mayor compromiso de México con la línea punitiva que impulsa Estados Unidos y que supuestamente el gobierno de Morena desaprueba.
La frase con que la presidenta describe su esquema de relación con Estados Unidos, «cooperamos y nos coordinamos, pero no nos subordinamos», en lo estrictamente bilateral solo reserva el último verbo a ciertos posicionamientos mediáticos en las conferencias mañaneras. Lo más sustantivo de la no subordinación, sin embargo, queda diferido a otras áreas de la política exterior, especialmente con América Latina y el Caribe. La más reciente concesión de asilo a la ex-primera ministra de Perú Betssy Chávez, como el asilo que en su momento concedió el gobierno de López Obrador al ex-vicepresidente ecuatoriano Jorge Glass, apresado por fuerzas policiales ecuatorianas en el interior de la legación diplomática, o al ex-presidente boliviano Evo Morales, es otra de las formas en que el gobierno mexicano intenta balancear ideológicamente su colaboración militar con Estados Unidos.
La lógica regional de esa política casuística hacia América Latina y el Caribe -distancia prudencial del polo progresista o de izquierda democrática (Chile, Brasil, Colombia, Uruguay), respaldo a Venezuela, Nicaragua y Cuba, y oposición a algunos gobiernos de derecha, sobre todo de la zona andina, no podría entenderse sin el entendimiento con los Estados Unidos de Trump. México se separa de Washington en su diplomacia regional a la vez que hace causa común con su poderoso vecino en los temas vitales de la agenda bilateral.