Paul Auster, el 18-10-2006, en una rueda de prensa en Oviedo, España. Rafa Rivas, AFP
Brecha, 10-5-2024
Correspondencia de Prensa, 12-5-2024
Fue uno de los escritores estadounidenses más queridos y respetados de finales del siglo XX y uno de los pocos en adquirir ese estatus de estrella tan elusivo a los literatos. Paul Auster ha muerto; bien vale la pena mirar atrás y echar un vistazo a su legado.
Seguramente sea un ejercicio de nostalgia y el recuerdo, más bien una especie de espejismo, ese que frecuentemente se produce cuando miramos hacia atrás, a la infancia, a la juventud, a cualquier momento de esa era en la que los sueños todavía no se han roto, para bien o para mal. Me refiero a atesorar el deslumbramiento y la admiración que nos causó Paul Auster en los años noventa. Porque lo cierto es que cuando él apareció fue como un rayo y, claro, nosotras nos convertimos en la costurerita que dio el mal paso, totalmente encandiladas, perdidamente austeras para siempre, a pesar de que en el futuro nos aguardaran, por ejemplo, Tombuctú o Sunset Park. Por este entonces todavía no lo sabíamos, pero seguramente tampoco nos hubiera importado.
En los años ochenta la literatura anglosajona pasaba por un gran momento: en Reino Unido, la brillante generación de Martin Amis, Ian McEwan, Julian Barnes, Kazuo Ishiguro y Salman Rushdie parecía que iba a comerse el mundo y, en los Estados Unidos…, bueno, en los Estados Unidos los años ochenta venían con una mezcla rara. Por un lado, llenos de neoliberalismo (y cocaína), el auge de todo aquel yuppismo representado por el viejo de traje adecuadamente blanco, el Tom Wolfe que se reinventaba con su primera novela, La hoguera de las vanidades, o la versión más oscura del mismo fenómeno, con la aparición del siempre pasado de rosca Bret Easton Ellis, o, en la literatura de género, el hard-boiled de James Ellroy. Por otro lado, la resaca beatnik se negaba a morir y Shepard y Bukowski hacían como si todavía fuese 1969, mientras que Carver se moría desconsideradamente a los 50 años después de publicar ¿Quieres hacer el favor de callarte? y Catedral a principios de la década. En medio, el silencio ensordecedor de Thomas Pynchon, que terminaría en 1990 con la publicación de Vineland –sin la que no existiría, por ejemplo, El gran Lebowski–; el triunfo de DeLillo al recibir el Premio Nacional de Literatura con Ruido de fondo, su mejor libro desde Americana (1971); el nobel para la árida Toni Morrison; la genial excentricidad de John Kennedy Toole; el advenimiento del bueno de Cormac, que se estuvo cociendo tres décadas para llegar a la gloria a comienzos de los noventa, y la extraña noción de que una historieta podía ser buena literatura con el Pulitzer para el Maus de Spiegelman, que dio nacimiento a todo un género: la novela gráfica. Es por ese entonces, cuando los ochenta languidecen, que empiezan a asomar los nuevos: David Foster Wallace, Michael Chabon, Jonathan Franzen y, ya entrando en los noventa, Jeffrey Eugenides, Jonathan Lethem, George Saunders, Chuck Palahniuk. ¿Y dónde encaja Paul Auster? A decir verdad, no encaja mucho. Demasiado europeo para ser estadounidense, con su larga carrera de poeta y traductor, y la incomprensible demora en decantarse por la prosa, Auster no terminaba de entrar en el radar. Tanto así que empezó a hacerse conocer en los Estados Unidos vía Francia y, a pesar de su estatus de estrella y de neoyorquino dilecto –al mismo nivel que Woody Allen en el cine o Lou Reed en la música–, nunca logró un lugar de verdadero prestigio en las letras estadounidenses.
El más neoyorquino de los escritores había nacido en 1947 en Nueva Jersey, en un hogar de inmigrantes judíos provenientes de Galitzia y Bielorrusia, en los Cárpatos. «Tierra de hombres y de libros», como la definió Paul Celan, un pobre y conflictivo punto de Europa y, como tal, tierra de migrantes. De allí salieron poetas, novelistas y cineastas: Paul Celan, como dijimos, pero también los Roth –Philip y Joseph–, Bruno Schulz, Billy Wilder y Stanisław Lem. Y eso es exactamente lo que sería Paul Auster.
Es el descubrimiento, a los 10 años, de la biblioteca de su tío, Allen Mandelbaum, lo que le abrió un universo nuevo. Mandelbaum, traductor de los clásicos griegos y latinos al inglés, dejó en la casa de su hermana las cajas que contenían su biblioteca cuando se radicó una docena de años en Europa. «Tenía una biblioteca fastuosa. Era un cambio con respecto a mi casa, donde no había un solo libro. Mi madre los había guardado en un rincón del granero y con ella fui abriendo las cajas, una a una. Fue mi primera biblioteca. Sin aquellos volúmenes, quizás nunca habría llegado a ser escritor».1 No hace falta mucho para reconocer en esta anécdota familiar el origen del personaje del tío Victor de El palacio de la luna, su tercera novela. Y acá conviene hacer un pequeño excurso.
Largo excurso chismográfico
La primera novela de Paul Auster fue, como todos saben, La trilogía de Nueva York, pero no fue su primer libro en prosa. Su primer libro publicado fue el escrito autobiográfico –lo que los yanquis llaman memoir– La invención de la soledad. Por entonces, lo de Auster y la escritura no terminaba de arrancar. En 1965 había empezado a traducir del francés y había hecho su primer viaje a Europa. Un poco a la desesperada, había intentado dedicarse al cine, pero su intento de matricularse en el prestigioso Institut des Hautes Études Cinématographiques –donde estudiaron Alain Resnais, Costa Gavras, Theo Angelopoulos, Laurent Cantet y Claire Denis, entre otros– había fracasado. Volvió a Estados Unidos a terminar sus estudios de Columbia e hizo las cosas que hacen los escritores estadounidenses antes de volverse asquerosamente famosos, por ejemplo, enrolarse en un petrolero, en el que limpiaba inodoros y tendía las camas mientras navegaba por el golfo de México, o trabajar de empleado del censo en Harlem. En 1971 volvió a París, tradujo, cuidó una casa, fue a México, luego de nuevo a Estados Unidos. Publicó Exhumación, su primer libro de poesías, se casó con la escritora Lydia Davis, publicó su segundo libro de poemas, Escritura mural, nació su hijo Daniel. «Todo iba mal. No tenía dinero, mi matrimonio se estaba desintegrando a pesar de que mi hijo era aún muy pequeño, la casa se me caía encima. En aquella época decidí dejar de escribir poesía. No hacía nada.»2 Era 1978 y entonces Auster hizo lo que hacen los escritores estadounidenses antes de tener un éxito abrumador: inventó un juego de cartas de béisbol (que si usted es extremadamente curioso puede ver –y no entender– en las páginas de A salto de mata) y escribió una novela policial con seudónimo. Ambas cosas fracasaron.
El matrimonio de Auster y Davis no funcionó y nadie ha dicho demasiado al respecto, lo cual está muy bien y así hubiera quedado todo si no fuera por las tragedias que tuvo que enfrentar Auster en los últimos años de su vida, y a las que vamos a referir aquí porque viene un poco a cuento y después seguramente no vendrá, y ya no querremos contarlo.
En 2022, cuando ya no pensábamos muy a menudo en Paul Auster, su nombre volvió a estar en todas partes. Su pequeña nieta Ruby, de 10 meses de edad, murió intoxicada mientras estaba bajo el cuidado de Daniel, su hijo. La autopsia determinó que la niña tenía en su cuerpo una cantidad de heroína y fentanilo capaz de tumbar a un adulto. Daniel reconoció haber consumido drogas antes de acostarse a dormir junto a la niña y admitió que guardaba sustancias prohibidas en el baño. Fue acusado de homicidio involuntario y liberado bajo fianza. Dos semanas más tarde, Daniel murió de sobredosis en una estación de metro de Nueva York.
Los problemas del hijo de Auster con las drogas eran conocidos, pero, a pesar de que nadie podía imaginar una tragedia semejante –que parece calcada de la muerte de Dawn, el bebé de Sick Boy en Trainspotting–, Daniel ya había estado involucrado en un episodio macabro. A los 18 años frecuentaba la escena de los dance clubs neoyorquinos conocida como los Club Kids, que se caracterizaba por la vestimenta extravagante, el comportamiento petulante y el consumo de drogas. Liderado por Michel Alig y James St. James, el movimiento oscilaba entre la creación artística y el descontrol, involucraba una red de narcotráfico y negocios turbios con las discotecas y solamente llegó a su fin cuando Michael Alig y Robert Freeze Riggs mataron, y –luego de tener el cadáver diez días descomponiéndose en la bañera– descuartizaron y tiraron al río Hudson adentro de una caja de TV al dealer André Meléndez, asesinato en el que, probablemente, Daniel haya participado. El New York Post, 3 que ciertamente no es el periódico más confiable del mundo, ha sugerido que Daniel se salvó de la cárcel gracias a los contactos de Auster, ya que el muchacho se guardó en el bolsillo 3 mil dólares que pertenecían al muerto y que Alig supuestamente le entregó a cambio de su silencio sobre el asesinato. Todo esto sucedió en 1996 y, siempre según el Post, nadie estaba interesado en perseguir al hijo de Auster, ya que Giuliani estaba poniendo en marcha su programa para limpiar Nueva York e iba tras Peter Gatien, propietario del club The Limelight, por donde pasaba toda la escena dance y la ruta de las drogas. Como sabemos, a Giuliani le fue bastante bien con Nueva York –y décadas después bastante mal con Trump– y logró terminar con los clubes. A Gatien no lograron vincularlo con el tráfico de drogas, pero fue deportado a Canadá por evadir impuestos (igual que Al Capone) y Alig fue a la cárcel, de donde salió 17 años más tarde solo para morir de una sobredosis en la Nochebuena de 2020.
La historia de los Club Kids y del asesinato de Meléndez está en la base del libro de James St. James Disco Bloodbath, en el que se basa la (muy mala) película Party Monster (2003), protagonizada por Macaulay Culkin. Pero no solamente el cine y los diarios sensacionalistas se han ocupado del asunto.
Vida familiar
La problemática conducta de Daniel se ha colado tanto en la obra de su padre como en la de su madrastra, la segunda esposa de Auster, Siri Hustvedt. En Todo cuanto amé, Hustvedt escribe sobre la relación entre un crítico de arte llamado Leo, un artista llamado Bill Wechsler, su errático hijo Mark y su aterrorizada madrastra Violet, que ayudó a criarlo. De manera harto transparente, en la novela Mark se involucra con un performer cuyo arte consiste en «cortar cosas» llamado Teddy Giles, que asesina a un dealer, Rafael Hernández, asesinato en el que Mark pudo haber estado involucrado. Hustvedt relata así la confusión del padre respecto a su hijo: «De haber sido Mark un anarquista, [Bill] lo habría entendido. Si tan solo hubiera pretendido defender su propio hedonismo o incluso escaparse de casa para vivir la vida de acuerdo con sus ideas, por necias que estas fueran, Bill le habría permitido marchar. Pero Mark no hacía esas cosas, sino que encarnaba todo aquello contra lo que Bill había luchado tan larga y denodadamente: el compromiso superficial, la hipocresía y la cobardía. Cuando hablaba conmigo, Bill parecía más confuso ante su hijo que otra cosa». 4
Por su parte, en su novela La noche del oráculo, Paul Auster escribe sobre Jacob, el hijo heroinómano del escritor John Trause, apellido que anagrama el de Auster. «Desde luego no podía decirse que se hubiese preocupado mucho de la educación de su hijo, y luego, tras la muerte de Tina, desapareció casi por completo de su vida, viéndolo solo un par de veces desde que el chico tenía doce años hasta los dieciséis. Ahora, a los veinte, Jacob se había convertido en una auténtica calamidad, y ya fuera culpa suya o no, John se responsabilizaba de todo aquel desastre.» 5 Auster no tiene palabras muy amables para la madre de Jacob, tampoco. Dice que es tacaña, que nunca se sabe cuándo habla en serio, y la caracteriza como desdeñosa y pretenciosa. Dice que, en la familia de John, «no se sorprendieron cuando el matrimonio acabó, y nadie lamentó el día que [Eleanor] se perdió de vista. Lo único malo, decía Grace, era que John se había visto obligado a seguir en contacto con ella. No porque quisiera, sino por las continuas payasadas de su hijo Jacob, de personalidad totalmente inestable». 6
Para el público hispanoparlante, Lydia Davis, la primera esposa de Auster, es una escritora un poco misteriosa. Talentosa y respetada en los círculos literarios estadounidenses, traductora del francés, de Proust y de Flaubert, ganó el premio Man Booker en 2013. «Sus escritos abren sus ágiles brazos para abarcar muchos tipos diferentes. ¿Cómo categorizarlos? Se les ha llamado cuentos, pero igualmente podrían ser miniaturas, anécdotas, ensayos, chistes, parábolas, fábulas, textos, aforismos o incluso apotegmas, oraciones o simplemente observaciones», escribió el jurado. Un cuento de Lydia Davis luce así:
El paseo
Un estallido de ira cerca de la carretera, una negativa a hablar en el camino, un silencio en el bosque de pinos, un silencio al otro lado del viejo puente del ferrocarril, un intento de ser amigable en el agua, una negativa a poner fin a la discusión sobre las piedras planas, un grito de ira en la empinada orilla de tierra, un llanto entre los arbustos.
Su obra ha sido publicada por Alpha Decay, Eterna Cadencia y Seix Barral, pero, como todavía no la he leído y solo sé que se caracteriza por la brevedad de sus relatos, me la imagino como la Ana María Shua de la literatura anglosajona, algo que seguramente sea totalmente equivocado. James Wood, el crítico del New Yorker, la ha puesto por los cielos: «Una obra única en la literatura estadounidense que será considerada dentro de un tiempo como una de las mayores y más insólitas contribuciones a las letras norteamericanas». Es el mismo James Wood que hizo la más lapidaria reseña sobre Auster, proponiendo la existencia de una plantilla Auster, es decir, un modelo perezoso y fácilmente parodiable. «Un protagonista, casi siempre varón, a menudo escritor o un intelectual, vive como un monje curando una pérdida: una esposa fallecida o divorciada, hijos muertos, un hermano desaparecido. Accidentes violentos perforan las narrativas, tanto como medio para insistir en la contingencia de la existencia como para mantener al lector leyendo: una mujer arrastrada y descuartizada en un campo de concentración alemán, un hombre decapitado en Irak, una mujer brutalmente golpeada por un hombre con el que está a punto de tener relaciones sexuales, un niño mantenido en una habitación a oscuras durante nueve años y golpeado periódicamente, una mujer con un disparo accidental en el ojo, etcétera. Las narraciones se comportan como historias realistas, salvo por una ligera falta de convicción y una atmósfera general de película clase B. La gente dice cosas como “Eres un tipo duro, muchacho” o “Mi coño no está a la venta” o “Es una vieja historia, amigo. Dejas que tu pene piense por ti y eso es lo que sucede”. Un texto lateral (Chateaubriand, Rousseau, Hawthorne, Poe, Beckett) se desliza elegantemente en el libro anfitrión. Hay dobles, alter ego, doppelgängers y apariciones de un personaje llamado Paul Auster. Al final de la historia, las pistas que han quedado esparcidas como excrementos de ratón nos llevan al agujero posmoderno del libro por donde se metió el roedor: la revelación de que parte o la totalidad de lo que hemos estado leyendo probablemente haya sido imaginado por el protagonista.» 7
Pero volvamos
Estábamos en el año en que Paul se divorció de Lydia y abandonó al pobre Daniel. Todo le salió mal y, entonces, escribió el texto llamado Espacios en blanco y se convenció de que ese texto sería, dice, «un puente entre mis dos vidas de escritor». A la mañana siguiente sonó el teléfono. Era su tío, para anunciarle la muerte de su padre.
No sé si el tío es Allen Mandelbaum, el modelo sobre el que Auster traza a su tío Victor de El palacio de la luna, u otro. Lo cierto es que, a raíz de la muerte de su padre, escribió La invención de la soledad. El libro se publicó en la pequeña editorial Sun and Moon Press y recogió buenas críticas, pero pocas ventas. Y eso es lo que provocó que, en Montevideo, leyéramos primero El palacio de la luna y, mucho después, sus primeros libros.
La trilogía de Nueva York la publicó la editorial asturiana Júcar en 1988, en tres volúmenes separados; La invención de la soledad y El país de las últimas cosas, Edhasa, en 1989 y 1990. Jorge Herralde, el director de Anagrama, logró poner sus manos sobre la obra de Paul Auster en 1990, cuando para el mercado anglosajón lo empezó a publicar «la poderosísima Viking». 8
Así fue como nos adentramos en la obra de Auster y empezamos a ver cómo tejía autobiografía con ficción, cómo se instalaban, uno a uno, esos marcadores que hacen tan reconocible su manera de escribir y construir las tramas (exactamente lo que le molesta a Woods), y también eso que resulta un poco más inexplicable, que es algo que, a falta de mejor denominación, llamaremos su voz, y que es lo que, a mi juicio, provocó esa incondicionalidad en los lectores.
En estos días que siguieron a su muerte, muchos dijeron que lo que iban a extrañar no era a un escritor, sino algo más parecido a un amigo. Que los ponía muy tristes saber que no habría ya una próxima novela. Que iban a echar de menos esa cercanía con la que Auster les hablaba. En El palacio de la luna no hace falta leer mucho para encontrar esa voz, esos temas, el tono que, para nosotros, los lectores, es «Auster». En el primer párrafo, cuando nos habla de Kitty Wu, acota: «La había conocido por casualidad muy poco antes, pero con el tiempo, llegué a considerar esa casualidad una forma de predisposición, un modo de salvarme por medio de la mente de otros». El azar, la buena o la mala suerte, la casualidad, es un tema mayor que estructura su narrativa. Cuando el protagonista Marc/Phileas se lleva las cajas que le dejó su tío como herencia –la biblioteca–, nos cuenta cómo, apilándolas, las convirtió en muebles. Es algo ingenioso y extravagante, pero no lejano. Es algo que nosotros, en su situación, también hubiéramos hecho. Pero lo que logra Auster, en un mismo movimiento de lápiz de escritor, es hacer aparecer lo excepcional como una continuación natural de lo anterior y, por lo tanto, transmite la seguridad de que es algo que nosotros también hubiéramos hecho o pensado: instalarnos en la cama y saber que nuestros sueños descansarían sobre la literatura norteamericana del siglo XIX, por ejemplo.
Es que la literatura de Auster está sembrada de pequeñas ideas interesantes, cosas dichas de paso, sin bombos ni platillos. No es de los que piensan que cada pequeña idea tiene que ser explotada al máximo, sino que ya vendrán otras, tantas que pueden, incluso, ser malgastadas como un apunte lateral de un personaje. Yo creo que es por eso que lo queremos como si fuera un amigo verborrágico al que tenemos el privilegio de acompañar a un largo paseo durante el cual no puede evitar compartir sus asociaciones y pensamientos. Leyendo sus libros, es posible subrayar esas ideas pequeñas, interesantes y generosamente ofrecidas en las páginas. Por ejemplo, la idea de que el precio de un libro debería ser proporcional a su valor literario: «Un Homero con las esquinas levantadas era más valioso que un Virgilio impecable, por ejemplo; tres volúmenes de Descartes, menos que uno de Pascal». Es una idea cómica, pero que sirve para trazar la diferencia entre el librero, que le compra los libros como mercancía, y él, para quien los libros son otra cosa. O la idea, adjudicada a Victor, de que un beisbolista llamado Glen Hobbie «nunca triunfaría como lanzador porque su nombre implicaba falta de profesionalidad». Un determinismo nomenclátor que podría suscribir, con entusiasmo, Darwin Desbocatti.
Tal vez ahora no nos parezca, pero lo cierto es que pasaron muchos años antes de que pudiéramos leer la Trilogía de Nueva York. Si no me salen mal las cuentas, el desembarco de Auster en Montevideo fue así: El palacio de la luna (1990), La música del azar (1991), Leviatán (1993), La invención de la soledad y El cuaderno rojo (1994), Mr. Vértigo (1995) y, recién en 1997, La trilogía de Nueva York, seguida al año siguiente de A salto de mata. 9 Allí se cierra lo mejor de su obra, que abarca una década. Con Tombuctú Auster perdió lectores, a los que, en consecuencia, se les escapó la posibilidad de leer algunos libros todavía meritorios. A lo mejor, ahora que la muerte lo ha alcanzado y ya lo empezamos a extrañar, podemos emprender el retorno: empezar por Baumgartner, la novela que escribió durante su estadía en Cancerlandia, como la llamaba Hustvedt, e ir hacia atrás, como Benjamin Button, como La flecha del tiempo de Amis, hasta llegar a La invención de la soledad y a la muerte del padre. Por el camino nos vamos a encontrar, por ejemplo, con El libro de las ilusiones, con la improbable biografía de Stephen Crane, con Brooklyn Follies.
Los libros de Auster nos invitan, siempre, a entrar en lo que podría describirse como «una vida corriente extraordinaria». No son alegres, sino, más bien, sombríos; no se caracterizan por el sentido del humor, pero, sobre todo, son libros que, escritos en una época en la que reinaba la ironía, la dejaron elegantemente afuera y sin alharaca. Quizás por eso hay en ellos una especie de bondad y de respeto humanos, de parte de un escritor que no se consideraba más inteligente que sus lectores. Quizás por eso entramos a sus libros tranquilos y desarmados.
Notas
- Homenaje a Paul Auster. Textos de Justo Navarro, Eduardo Lago, Gérard de Cortanze, Paul Auster y Jorge Herralde (compilador). Edición no venal. Anagrama, Barcelona, 2007, pág. 71. ↩
- Ob. cit., pág. 77. ↩
- Dana Kennedy, «Paul Auster’s late son Daniel, charged in death of baby daughter, also involved in notorious Club Kid murder», New York Post, 30-IV-22. ↩
- Todo cuanto amé, Siri Hustvedt. Traducción de Gian Castelli. Anagrama, Barcelona, 2004, pág. 291. ↩
- La noche del oráculo, Paul Auster. Traducción de Benito Gómez Ibáñez. Anagrama, Barcelona, 2004. ↩
- Ob. cit., pág. 245. ↩
- Reseña de Invisible, de Paul Auster, a cargo de James Wood, «Shallow Graves», The New Yorker, 22-IX-22. ↩
- Jorge Herralde, «Auster & Almodóvar», publicado en Homenaje a Paul Auster. Ob. cit., pág. 56. ↩
- Estamos dejando deliberadamente fuera sus guiones cinematográficos Smoke y Blue in the Face (1995) y Lulu on the Bridge (1998), que también pertenecen a esta primera parte de su carrera. ↩