Empezó a escribir novelas en el tren que lo llevaba de su casa, en Buckinghamshire, a las oficinas de contrainteligencia del MI5, el servicio de inteligencia británico, en el que trabajaba. El joven David Cornwell escondía sus anotaciones del resto de los pasajeros mediante la taquigrafía, y su nombre mediante un seudónimo, que pronto se convertiría en sinónimo del género novela de espías.
Brecha, 18-12-2020
Correspondencia de Prensa, 23-12-2020
Hay algo que pasa siempre con la literatura de género: incluso quienes declaran que cualquier libro que se inscriba en esta categoría pertenece a un rango inferior o no literario, cuando un escritor de género les parece bueno, suelen ensalzarlo diciendo que logró ir más allá. Es exactamente lo que hizo Ian McEwan con John le Carré: «Creo que ha trascendido la escritura de género y será recordado como el novelista británico más significativo de la segunda mitad del siglo XX. La mayoría de los escritores que conozco piensan que Le Carré ya no es un escritor de novelas de espías. Debería haber ganado el premio Booker hace mucho tiempo. Es hora de que lo gane y lo acepte. Es [un escritor] de primer nivel».1
Hasta el sobrio Le Carré estaba un poco harto de esta bobera. Ya en 2011, cuando lo nominaron al Man International Booker Prize, su agente tardó sólo 45 minutos en comunicar a los organizadores y a la prensa la decisión del autor de solicitar que se lo excluyera de la competencia, ya que no participaba en premios literarios. Que se fueran al diablo. Previsiblemente, a los organizadores les importó un comino: decidieron no acceder a la petición. De todas maneras, Le Carré no ganó (el premio fue para Philip Roth), así que todo normal. Pero uno cree comprender lo que McEwan y los demás quieren decir, aunque lo digan reafirmando el prejuicio (en 2000 fue David Mamet quien afirmó que en los últimos 30 años los únicos novelistas británicos de valía eran escritores de género).
Los libros de Le Carré están muy bien escritos y, a pesar de estar fuertemente orientados a la trama, nunca son sobre lo que son, o al menos no únicamente. La maestría de Le Carré es parecida a la de otro británico –aunque menor–: Patrick O’Brian, escritor de novelas náuticas. Lo que excede lo genérico (aunque realmente no exceda nada) es que, sin descuidar el mecanismo perfecto de la trama (no existe una buena novela de espías sin un afilado ingenio en la construcción del argumento y la resolución), la novela no se regodea en ella, es decir, nunca pierde de vista que es escritura ni olvida otros cuidados que, de estar ausentes, la transformarían únicamente en un entretenimiento mecánico. Porque ¿qué es una novela de espías sino un estudio sobre el ser humano, sus fortalezas y debilidades, y sobre ese escenario de sombras que es el poder económico y político? Seguramente los libros de Le Carré no se estudien en las clases de ética, pero deberían.
Un mundo infeliz
Así fue la infancia de Le Carré cuando todavía era David, un niño que soñaba con decapitar a su padre. Al menos eso es lo que escribió en 2002 en The New Yorker, en su semblanza para Ronald Cornwell –un estafador de poca monta y grandes sueños, un farsante con delirios de grandeza, cuya medida del aprecio por las personas era cuánto lo respetaban a él–, titulada «In Ronnie’s Court»: «Es el muchacho fortachón, levemente amenazante, bastante adulador y con mucha facilidad de palabra, que le organiza fiestas con champán a gente que no acostumbra a beber champán, les ofrece su jardín a los bautistas para organizar su fiesta, aunque él nunca pisa su iglesia, y es presidente honorario del equipo de fútbol de los niños y del club de críquet de los mayores, y les entrega copas plateadas en los campeonatos. Hasta que un día se descubre que lleva un año sin pagarle al lechero, al taller mecánico, al quiosco de periódicos, a la vinería o a la tienda que le vendió los trofeos plateados, y quizá se declara en bancarrota o ingresa en la cárcel, y su mujer se lleva a los niños a vivir con su madre y, al final, se divorcia de él porque descubre que se estaba acostando con todas las chicas del vecindario y tenía hijos de los que nunca le había hablado».2
La sombra del padre lo acompañó toda la vida y quizá de esta relación surgió su fascinación por la duplicidad y la mentira. Sin embargo, hay algo que David les debe a las ambiciones de su padre: una educación muy por encima de sus posibilidades, que el escritor dudaba de que alguna vez hubiera terminado de pagar. De su madre no hay mucho más que decir: lo abandonó cuando tenía 5 años. Ronnie recién había salido de la cárcel y Olivia, a la que su esposo llamaba Wiggly, se fue una noche para no volver. David retomó su relación con ella recién 16 años más tarde. La razón de su huida era que Ronnie era violento, una revelación que en nada sorprendió a su hijo, que solía dormir en la puerta del dormitorio de la segunda esposa de su padre abrazado a un palo de golf, con el que pensaba protegerla. Para encontrar a su madre, David le escribió una carta a un tío que había sido parlamentario, en la que le preguntaba si sabía dónde vivía. El tío Alec le pasó la dirección y le pidió que no revelara que era su fuente, algo que, por supuesto, David no cumplió. «El tío Alec fue mi primer informante secreto y yo lo delaté sin miramientos», escribió.
Es todo mentira
A lo largo de toda su carrera, Le Carré se especializó en borrar las pistas, plantar falsos indicios y jugar con la mentira y la invención. No solamente en su vida literaria, sino también en la real. Por eso suele advertir al lector que es difícil saber qué cosas de su biografía son verídicas y cuáles sirven a su propósito de ser consistente consigo mismo. De todas maneras, ¿quién, en su sano juicio, confiaría en un espía? Le Carré juraba que ni siquiera él sabía qué era cierto y qué era falso. Decía que llegó a contratar a dos detectives –uno gordo y otro flaco– para que descubrieran su pasado: «Vayan y encuentren testigos vivos y testimonios escritos, tráiganme hechos sobre mi padre, mi familia y yo mismo, y los recompensaré. Soy un mentiroso, les expliqué. Nací y me crié entre mentiras, me formé en un sector en el que la gente miente para ganarse la vida y he practicado la mentira como novelista. Como fabricante de ficciones, invento versiones de mí mismo y nunca cuento la verdad, si es que tal cosa existe».
La urgencia por escribir lo asaltó mientras enseñaba en Eton, uno de los colegios más prestigiosos de Inglaterra. Había estudiado alemán en Suiza antes de hacer el servicio militar y ser apostado a Austria, donde realizó trabajos de inteligencia, interrogando a quienes escapaban de los regímenes comunistas del este. A su regreso a Oxford había sido reclutado por el MI5, con la poco edificante tarea de fingir simpatías comunistas y escribir reportes sobre sus compañeros. El trabajo de espionaje y contraespionaje estaba en su apogeo y era menos importante monitorear la débil estructura comunista en los campus universitarios que identificar posibles futuros reclutas del régimen soviético. Todavía estaba sirviendo al servicio de inteligencia cuando escribió sus primeras dos novelas, Llamada para el muerto (1961) y Asesinato de calidad (1962), que son, en rigor, novelas de misterio, pero presentan al que se convertiría en su personaje más famoso: un espía llamado George Smiley. Para Le Carré, los motivos para entrar en los servicios secretos eran los mismos por los que se había puesto a escribir: la idea de que podía haber algo excitante detrás de un individuo aparentemente anodino y la sensación de control que le proporcionaba mover todos los hilos de ese mundo, una sensación que contrastaba vivamente con lo que había sido su vida hogareña junto a su padre.
Como ha dicho el escritor Philip Knightly, 3 el espionaje es la segunda profesión más vieja del mundo y desde la Biblia o la Ilíada el mundo ha lidiado con ella, por más que sea difícil saber si la historia habría cambiado en algo si no hubieran existido los agentes. Sin embargo, la literatura de espías no había llegado nunca adonde la llevó Le Carré, que la utilizó como medio para comentar una sociedad en crisis. Para ese fin no existía una figura literaria más adecuada que la del traidor, especialmente durante la Guerra Fría, en un mundo dividido en dos polos que se presentaban como opuestos.
La mirada de Le Carré es única en tanto delinea una posición ética de un moralismo ambiguo, que algunos atribuyen a su propia posición política –la de un liberal con leves tendencias progresistas–. Su literatura tiene un tono de ligero desencanto, que lo salva de los énfasis que sufrieron George Orwell, André Malraux y Aleksandr Solzhenitsyn. En Taking Sides: The Fictions of John le Carré, Tony Barley señala: «Las novelas políticas de Le Carré se apartan de esta tendencia al negarse a hacer evaluaciones definitivas en nombre de sus lectores. Lo político en la ficción de Le Carré no surge del “mensaje”, ni siquiera en presencia de declaraciones políticas, sino que se encuentra en la representación de un encuentro político, una puesta en escena que involucra tanto a los lectores como a los personajes».
Así, Le Carré retrató a los miembros de los servicios de inteligencia como seres grises, unos antihéroes totalmente conscientes de los atajos morales del trabajo que eligieron hacer, figuras que contrastan vivamente con el modelo de James Bond, al que detestaba y al que describió como un «gangster neofascista». Sus novelas ofrecen una mirada desencantada tanto de la democracia occidental como de los regímenes comunistas, unas opciones más bien tristes, que dudosamente puedan reclamar para sí la superioridad moral.
El muro
Según el autor, fue el comienzo de la construcción del muro de Berlín, en agosto de 1961, lo que impulsó la escritura de su tercera novela, en la que la barrera que partió en dos a la capital de Alemania tiene una importancia simbólica. Dijo que desarrolló el argumento de El espía que surgió del frío en 48 horas, en las que apenas durmió, y que la escribió en cinco semanas (aunque su biógrafo afirma que más bien fueron ocho meses y comenzando en 1962). La publicación se fijó para el 12 de setiembre de 1963, y entre las frases de apoyo que el editor consiguió para la contratapa estaba la de Graham Greene: «La mejor novela de espías que leí», un espaldarazo importante que lo ayudó a dejar su trabajo en el servicio secreto y marcó los altos y los bajos en su relación con Greene, a quien admiraba, pero de quien lo separaba su posición respecto a Kim Philby. Y es que la carrera de Le Carré en el servicio secreto se vio marcada por dos traiciones.
A poco de terminar su formación, el mismo día que los agentes se reunieron para brindar por la incorporación de los seis nuevos agentes al servicio, el director de entrenamiento les dijo que tenían a un traidor en sus filas: George Blake. La traición de Blake los obligó a quedarse un largo tiempo en el ostracismo hasta saber si sus identidades habían sido filtradas, lo que anulaba la posibilidad de trabajar encubiertos. Pero si la traición de Blake fue espectacular, peor fue la de Philby, que se produjo justo cuando estaba por publicarse el libro. Las buenas reseñas previas y los escándalos de los dobles agentes en el servicio secreto británico hicieron que El espía que surgió del frío agotara las primeras tres ediciones sólo con las preventas, antes siquiera de salir a la calle. Le Carré fue ambiguo con la traición de Philby: por un lado, escribió una larga nota, que luego se transformó en la introducción del libro Philby, el hombre que traicionó a una generación; por otro, sabía que tenía muchas cosas en común con él (entre otras, un padre monstruoso).
Más tarde, en sus memorias, Le Carré escribió: «Si tu misión en la vida consiste en obtener traidores para tu causa, no puedes quejarte cuando resulta que uno de los tuyos –por mucho que lo quieras como a un hermano, lo aprecies como colega y compartas con él todos los aspectos de tu labor secreta– ha caído en manos de otros. Es una lección que yo había aprendido bien para la época en la que escribí El espía que surgió del frío. Y más adelante, cuando escribí El topo, la turbia lámpara de Kim Philby iluminó mi camino. Espiar y escribir novelas están hechos el uno para el otro. Ambas cosas exigen una mirada atenta a la transgresión humana y a los numerosos caminos de la traición». Es verdad que la materia de la literatura de Le Carré era esa tierra arrasada que eran las relaciones políticas en un mundo dividido, pero la dualidad no era solamente entre este y oeste, sino que resonaba en todo lo demás: fidelidades y traiciones, pasado y presente, realidad y ficción, razón y emoción.
El éxito de El espía que surgió del frío hizo que Le Carré pudiera dedicarse únicamente a escribir. Vivió 89 años y escribió 23 novelas; la última, publicada el año pasado. En el corto prefacio a sus memorias relató una anécdota difícil de olvidar: «Prácticamente no hay un libro mío que no haya tenido por título provisional, en algún momento, The Pigeon Tunnel [literalmente, ‘el túnel de las palomas’]. Su origen es fácil de explicar. Era yo un adolescente cuando mi padre decidió llevarme, en una de sus escapadas de jugador, a Montecarlo. Cerca del antiguo casino estaba el club deportivo y, a sus pies, una extensión de césped y un polígono de tiro que daba al mar. Bajo la hierba se habían instalado pequeños túneles paralelos que iban en fila hasta la orilla. Por esos túneles introducían palomas vivas, nacidas y atrapadas bajo el tejado del casino, cuya función consistía en avanzar aleteando por las galerías oscuras hasta salir al cielo del Mediterráneo, para servir de blanco a los deportivos caballeros bien alimentados que las esperaban, de pie o tumbados, con sus escopetas. Las palomas que se salvaban o solamente resultaban heridas hacían lo que suelen hacer las palomas: volvían a su lugar de nacimiento bajo el tejado del casino, donde las esperaban las mismas trampas. El hecho de que esa imagen me haya perseguido durante tanto tiempo es algo que quizá el lector sabrá juzgar mejor que yo».4
Notas
- Entrevista de Jon Stock, «Ian McEwan: John le Carré deserves Booker», en The Telegraph, 3 de mayo de 2013. ↩
- Todas las citas de esta sección son del artículo «In Ronnie’s Court», que se publicó en The New Yorker el 18 de febrero de 2002. Este artículo fue republicado, con varios cambios, en Volar en círculos (The Pigeon Tunnel), el libro de memorias de Le Carré. ↩
- Autor del libro The Second Oldest Profession: Spies and Spying in the Twentieth Century, 1986. ↩
- John le Carré, Volar en círculos, Planeta, 2016. ↩