PPP fue el mejor crítico de las grandes instituciones de su tiempo
Centenario Pasolini: vigencia de un poeta
El escritor y cineasta fue el paradigma del creador renacentista en la Italia de la segunda mitad del siglo XX: en sus 53 años de vida casi no dejó género sin explorar.
Silvina Friera
Página/12, 5-3-2022
Correspondencia de Prensa, 6-3-2022
“Para ser poetas, hay que tener mucho tiempo:/ horas y horas de soledad son el único modo/ para que se forme algo, que es fuerza, abandono, vicio, libertad, para dar estilo al caos”, se lee en La religión de mi tiempo, su famoso libro de poemas publicado en 1961. Pier Paolo Pasolini (PPP) fue el paradigma del creador renacentista en la Italia de la segunda mitad del siglo XX. Casi no dejó género sin explorar: poesía, novela, cine (ver nota aparte), ensayo, crónica, dibujo y pintura. Un siglo después de su nacimiento, el 5 de marzo de 1922, PPP preserva su centralidad en la cultura universal. En el microscopio sagaz de su literatura –Las cenizas de Gramsci, Muchachos de la vida, Una vida violenta, Teorema y Amado mío, entre tantos otros– cuestionó la censura cristiana, la amenaza neofascista y a la burguesía; pero también anticipó algunos problemas acuciantes que atraviesan estas dos décadas del siglo XXI: la muerte de la diversidad al eliminar lo diferente, la normalización del fascismo desde el hiperconsumismo y el fascismo de los antifascistas.
Lengua madre
“Una percepción sagrada del mundo humano le permitió a Pier Paolo Pasolini (1922-1975) convertirse en el mejor crítico de las grandes instituciones de su tiempo en Italia: el Partido Comunista y la Iglesia Católica. Pero por sobre ellos, vio lo que llamó ‘el más represivo de los totalitarismos’, la sociedad de consumo, una cultura unificadora universal. Esta visión crítica, de la que se nutre su poesía, tenía en cuenta sin embargo una segunda fuente: el impacto de ese mundo en las raíces emocionales del autor, en su percepción de un universo atávico e irracional, el mundo del mito, redefinido por Cesare Pavese en la década de los años treinta del siglo pasado. Sin esta base, la poesía urgente de Pasolini acaso no hubiese perdurado”, plantea Jorge Aulicino en el prólogo de la antología Nada personal (Ediciones En Danza), que reúne los poemas políticos de PPP. Al igual que en su obra narrativa, su poesía combina la lengua y el dialecto para documentar el momento histórico y la realidad del mundo violento de los arrabales romanos, los suburbios miserables donde él mismo vivió apenas llegó a Roma, “estupenda y miserable ciudad”, como la define en el poema “El llanto de la excavadora”.
PPP -que había nacido en Bolonia, hijo de padre militar y madre profundamente católica- estudió la carrera de Letras en la Universidad de su ciudad natal y ahí empezó a escribir su primer libro en friulano, Poemas en Casarsa (1942). El vínculo con esta lengua surge a través de su madre, Susanna Colussi, una profesora de educación elemental e hija de campesinos aburguesados originarios de la región del Friuli. Leer, escribir y hablar friulano se convirtió en un acto de rebeldía del joven PPP contra su padre militar, un fascista que bebía, jugaba y maltrataba a su mujer y que representaba todo lo que el poeta en ciernes rechazaba. La elección de esta “lengua madre” es política: la fascinación por el friulano está conectada con su constante preocupación por la belleza extrema de lo primitivo, de lo rural. No quería sólo dar voz a su propio linaje escribiendo en friulano, además buscaba otorgarle dignidad a esta lengua cuyo legado había sido transmitido de forma oral, mediante poemas, cuentos y leyendas, de familia a familia. El pueblo friulano, considerado analfabeto, había sido sistemáticamente humillado y desvalorizado durante siglos. A través de sus poemas, Pasolini luchó contra el modelo homogeneizador de la Italia fascista. “La poesía es inconsumible en lo más profundo, pero yo quiero que sea lo menos consumible posible también exteriormente -reconocía el escritor en una entrevista-. Lo mismo vale para el cine: haré cine cada vez más difícil, más árido, más complicado, y quizá incluso más provocador, para que sea lo menos consumible posible”.
Hijos de los pobres
Esa opción por los márgenes, por aquello invisibilizado por la cultura y la lengua oficial, probablemente lo impulsó a protagonizar una áspera polémica en el 68 italiano. El 1° de marzo de ese año, en Roma, miles de estudiantes partieron de la plaza de España hacia la Facultad de Arquitectura de Valle Giulia, que estaba tomada por la policía antidisturbios. La mayoría simpatizaba con los estudiantes que habían sido reprimidos por la policía. PPP, que estaba filmando Teorema en Milán, publicó en la revista L’Espresso “El PCI a los jóvenes”, un poema demoledor en el que define a los estudiantes que se manifestaron como “niños de papá”: “Yo simpatizaba con los policías./ Porque los policías son hijos de los pobres./ Vienen de periferias, ya sean campesinas o urbanas”. El escritor y cineasta inscribió lo que sucedió en la Facultad como “un episodio de lucha de clases” y aunque admitía que la razón estaba de parte de los estudiantes ellos eran los “ricos”.

En la novela Teorema (1968), un joven atractivo visita a una familia burguesa de Milán y va seduciendo a cada uno de los integrantes: hijo, hija, padre, madre e incluso la empleada doméstica. El otro irrumpe para romper la estructura sobre la que se erige el poder. Cuando desaparece, tan de repente como había llegado, la familia se derrumba: la hija queda catatónica, la madre intenta repetir la experiencia con dobles del joven, el hijo se retira a pintar en un estilo críptico y el padre entrega su fábrica a los trabajadores. La empleada doméstica, una campesina creyente, encarnación de lo primitivo, deviene una especie de santa. El padre no se despoja de su fábrica por el deseo de subvertir el orden, sino que lo hace por la culpa cristiana que lo corroe; le sustrae al obrero la posibilidad de rebelarse al aceptar un bien cedido en vez de recuperarlo a través de la lucha de clases y la revolución obrera.
“Como acto histórico, ¿la donación de la fábrica sería, pues, al menos desde el punto de vista de los obreros e intelectuales, un delito histórico y, como acto privado, una vieja solución religiosa? -pregunta desde las páginas una novela extraordinaria y radical-. “Pero esta solución religiosa ¿no es la supervivencia de un mundo que ya nada tiene que ver con el nuestro? ¿No nace de la culpa, más que del amor? De modo que un burgués jamás podría recobrar su vida, ni aun perdiéndola”. La voz de Pasolini escarbando siempre en las llagas de la burguesía.
****
Las huellas romanas de Pasolini: la mirada radical del autor que desafió al fascismo y al consumismo
Asesinado brutalmente en 1975, el cineasta y escritor italiano cumpliría hoy 100 años. La revolución que supuso su obra es recordada por sus amigos y colaboradores, que subrayan la vigencia de sus ideas.
Daniel Verdú *
El País, 5-3-2022
El cheque, emitido por la Caja de Ahorros de Roma y enmarcado en la entrada de la trattoria Pommidoro del barrio romano de San Lorenzo, recuerda que aquella última cena de Pier Paolo Pasolini con su amigo y actor fetiche, Ninetto Davoli, costó 11.000 liras. Comieron chuletón y ensalada. Luego se despidieron. El cineasta se lanzó entonces a merodear por la estación de Termini a bordo de su Alfa GT 2000 plateado hasta encontrar a un chaval de 17 años que pasaba el rato frente a un bar con sus amigos, perfectos arquetipos de aquellos Chicos del arroyo, la primera novela que firmó en 1955. Le propuso dar una vuelta y tomaron la Ostiense mientras el centro de Roma desfilaba por las pequeñas ventanillas del deportivo. Pino Pelosi, conocido como La Rana en el ambiente de chaperos que frecuentaba, tenía hambre. A medio camino, el cineasta paró en la pizzeria Biondo Tevere, donde era cliente asiduo. Pidió a Giuseppina, la propietaria, una pasta aglio e olio para el chico; le preguntó por su vida, sus orígenes, sus problemas. Luego enfilaron la carretera a Ostia en el último viaje de una vida interrumpida salvajemente aquella noche y que hoy cumpliría 100 años.
El Idroscalo de Ostia, una lengua de tierra delante del mar, justo al final de un conjunto de casas de protección oficial destartaladas donde el martes curioseaban algunos mitómanos, es hoy un jardín con una escultura dedicada a Pasolini. Tras cinco minutos en silencio, es fácil notar el temblor de la historia bajo los pies. La noche del 17 de noviembre de 1975, sin embargo, esta zona era solo un miserable y olvidado páramo de chabolas, el nítido reflejo del universo social y cultural de periferia que dio vida a la obra de Pasolini y que también le vio morir. La primera versión que ofreció Pelosi a la policía fue que el artista le propuso comer algo e ir a la playa de Ostia (a 30 kilómetros del centro de Roma) a “magrearse” cambio de 20.000 liras. Una vez ahí, tras un conato de sexo oral, el joven cambió de opinión y rechazó el encuentro. Salió del automóvil, Pasolini le persiguió, le golpeó con un palo —nadie que le conociese pudo creerlo— y este se defendió dándole una paliza brutal. Luego se subió al coche, y en la huida atropelló al cineasta, escritor e intelectual, reventándole el tórax y abandonándole muerto.
Una patrulla de carabinieri dio el alto a Pelosi cuando conducía en dirección contraria por el paseo marítimo de Ostia. Como narraba de forma precisa la fabulosa Pasolini, un delito italiano, de Marco Tullio Giordana (1995), admitió solo haber robado el coche del cineasta. Poco más tarde, encontraron el cadáver de Pasolini y tuvo que confesar el crimen. Pero nada encajaba. La autopsia hablaba de un cadáver masacrado. Diez costillas rotas, cortes, dedos fracturados, una oreja prácticamente arrancada. El forense dijo que ni los objetos —una tablilla de madera y un bastón carcomido—, o la tesis de un único agresor respondían a aquella salvajada. En el coche había aparecido un jersey de una tercera persona. Pelosi apenas tenía manchas de sangre y era difícil pensar que pudiese propinar a un atlético Pasolini una paliza de aquel calibre sin ayuda. Pero, al fin y al cabo, aquello era un asunto entre homosexuales, como justificó la democracia cristiana, que reinaba en Italia en aquel periodo. Giulio Andreotti fue claro: “Iba buscando problemas”.
La sentencia de 1976 del magistrado Carlo Alfredo Moro (hermano del democristiano Aldo Moro, que en ese momento era primer ministro y fue asesinado tres años después), subrayó que el crimen fue cometido “en compañía de desconocidos”. No se pudo demostrar. El presunto asesino cumplió solo cinco años de cárcel, y en 2005 decidió volver a cambiar su versión. El nuevo relato, construido ya por un tipo enganchado a las drogas y asiduo a los centros penitenciarios, señaló que aquella noche habían practicado sexo oral en el interior del coche. Luego, Pelosi se bajó “para orinar” y aparecieron tres desconocidos, “de 45 o 46 años, con acento del sur, calabrés o siciliano”. “Uno de ellos, con barba, me golpeó y me amenazó a mí y a mi familia si hablaba; los otros dos sacaron al señor Pasolini del coche y empezaron a golpearle con una violencia inaudita”. Según su versión, le insultaban gritándole “fetillo”, “cerdo comunista” y “maricón”. “El pobre gritaba mientras le masacraban”, aseguró un Pelosi ya con escasa credibilidad.

La escritora Dacia Maraini fue una de las amigas íntimas del intelectual en los últimos años de su vida. Viajaron por media África, veranearon en Sabaudia y pasaron ahí horas con el novelista Alberto Moravia charlando. Esta semana ha publicado un libro sobre todos esos recuerdos, más brillantes hoy de lo que permitieron entonces sus coetáneos. “Fue muy odiado en su tiempo. Siempre pesó sobre él un aire de sospecha. Le detestaban más que le amaban. Después de su muerte, sin embargo, se convirtió en un héroe. Pasolini fue una de esas raras personas que dio testimonio con su cuerpo. Como Giordano Bruno o Juana de Arco. Más allá de las ideas, ellos pagaron con el cuerpo el atrevimiento del pensamiento. No se puede separar a Pasolini de su cuerpo. Y eso da una potencia a su relato que otros no tienen. Si uno lo piensa, él no inventó el odio por la hipocresía, por la corrupción, por la burguesía o por la cultura del consumo. En el plano de las ideas no era un innovador, pero las convirtió en parte de su anatomía. Tanto es así que para destruirle tuvieron que masacrarle físicamente. Eso creó un icono y es un personaje ejemplar”, recuerda al teléfono.
La muerte de Pasolini, esa primitiva destrucción de su cuerpo, forma parte de la galaxia de misterios de la crónica negra italiana de los años de plomo. Su asesinato, un “delito contra la cultura y la poesía”, como lo definió Bertolucci, fue presagiado de algún modo en la entrevista que concedió a Furio Colombo la tarde anterior y que él mismo tituló Todos estamos en peligro. “Todo el mundo sabe que yo pago mis experiencias personalmente”, le confesó al periodista. Pasolini se había convertido en un tipo incómodo. Pero lo fascinante ahora es que el rostro de sus posibles asesinos invocaba a los grandes arquetipos sobre los que edificó su obra. Pelosi era el típico chico de borgata romana [barriada] que observó y describió en sus años junto a la cárcel de Rebibia o en las casas populares de Monteverde; en la calle de Donna Olimpia, donde esta semana todavía le recordaban murales en las paredes. La Rana era el chaval que el fotógrafo Paolo di Paolo retrató junto al cineasta paseando por el barrio del Testaccio con el gasómetro de fondo cuando Pasolini soltaba ya lastre del neorrealismo italiano. Pelosi, con quien ni la acusación quiso ensañarse, era un desheredado social hijo del desajuste entre el campo y la modernidad. El triste y patético proxeneta de Accatone (1961) o cualquiera de los secundarios del bajo proletariado de Mamma Roma (1962), la película en la que Anna Magnani se prostituía el Parque de los Acueductos, del popular barrio del Quadraro, para sacar adelante al jeta de su hijo.
La lógica judicial y policial señalaría, sin embargo, que quienes le asesinaron fueron más bien los hijos o los padres de aquella Saló y los 120 de días de Sodoma (1975), una distopía —cuando este término no estaba de moda— que retrataba la perversión de los últimos días del fascismo en 1944 y la semilla que dejaría aquel monstruo. El último filme que rodó y que se estrenó tres semanas después de su muerte. En 1976 su productor, Alberto Grimaldi, fue condenado a dos meses de prisión y la cinta confiscada oficialmente por su “obscenidad alucinante”. La película iba ser la primera de la llamada Trilogía de la muerte, a la que precedió la Trilogía de la vida: Decamerón (1971), Los cuentos de Canterbury (1972) y Las mil y una noches (1974). Pero terminó siendo un retrato póstumo del universo fascistoide que combatió PPP toda su vida. También en los últimos escritos, como el famoso Petróleo (Seix Barral, 1993), un cruce de caminos literario donde hirió demasiadas sensibilidades y cuyo último capítulo se extravió. O fue robado. El senador Marcello Dell’Utri, del partido Forza Italia, anunció el 2 de marzo de 2010 poseer aquel pedazo perdido que descifraba la trama final de la investigación sobre algunos asesinatos cometidos en los años 1970. Los datos que supuestamente ofrecía conducirían hacia los asesinos de Enrco Mattei, presidente de la petrolera ENI, fallecido en 1962 en un extraño accidente aéreo.
La lucha fue siempre contra cierta modernidad, contra el poder, contra la televisión como instrumento de manipulación. Comenzaba ahí donde la cultura consumista perdió su inocencia y el mundo, vulgarizado, renunció a su sacralidad original en El evangelio según San Mateo (1964), la mejor película sobre Jesús, según el papa Francisco. Esa fue, en parte, su idea del mundo. Pietro Citati, legendario crítico literario italiano, conoció bien a Pasolini y tiene una visión menos entusiasta sobre algunos aspectos de su obra fílmica. “Diría que sus mejores obras son aquellas juveniles. Más las poesías que las novelas, empezando por Poesie a Casarsa: delicadas, potentes e innovadoras. Prefiero el impacto literario al político y reconozco su influencia, pero considero su obra superior a su compromiso, que en buena medida solo se reconoció de forma póstuma”.
Pasolini, hijo de un militar y una maestra, nació en Bolonia y pasó algunos años en Casarsa della Delizia, un pueblo de la región de Friuli-Venezia Giulia donde escribió el libro -en dialecto friuliano- al que se refiere Citati. Pero pronto se trasladó a Roma, donde vivió en varios barrios con su madre (el último fue el EUR), lugar que convirtió en el laboratorio de casi toda su obra artística y política en pleno boom económico, trasladando aquellas primeras ideas al célebre poemario Las cenizas de Gramsci (1957). Walter Veltroni, escritor, cineasta y exalcalde de Roma le conoció bien. De hecho, una de las últimas fotos juntos que existe es de 1975, en una manifestación en la Piazza Spagna contra ejecución de Salvador Puig Antich. “En la última fase de su vida era un gran escritor de todo lo negro que crecía en la vida pública italiana. Su última película y su último libro son obras oscuras, comenzando desde su título. Son el relato de la descomposición de una sociedad. Y la descripción de la cara oculta del poder”, señala en relación a todas las veces que Pasolini escupió al cielo desafiando la gravedad. Contra Andreotti o Fanfani y contra otros democristianos; contra el fascismo, contra las instituciones. Pero también contra los suyos, que le repudiaron: un Partido Comunista con una moral de mármol incapaz de aceptar la homosexualidad o el cambio líquido que estaban adoptando algunos de los estereotipos políticos a los que se agarraba para sobrevivir.

La primera vez que Veltroni vio a Pasolini fue en el aula de su colegio tomando notas en la última fila. Corría 1968 y puede que aquello fuera el germen de uno de sus grandes hitos poéticos y políticos. El 1 de marzo de aquel año, un grupo de estudiantes se enfrentó duramente a la policía en lo que se conoció como la batalla de Valle Giulia, una zona en la falda del barrio burgués de Parioli. Los estudiantes intentaban asaltar la universidad de Arquitectura al tiempo que lanzaban piedras y gritaban contra la policía. Pasolini estaba ahí y vio una escena algo distinta de la que la literatura oficial del Mayo del 68 describía. “Fuera de la lente ideológica”, como apunta Veltroni. Aquellos policías, funcionarios con sueldos miserables, procedentes en su mayoría del sur de Italia, tenían que aguantar los insultos y pedradas de los niños de papá de la burguesía romana. Aquellos uniformados eran los verdaderos proletarios de cuyo lado había que estar. Así lo escribió en su célebre poesía Il PCI ai giovani!!, un manifiesto, en realidad, de lo fluida que podría llegar a convertirse la política y esa idea tan dogmática del “lado bueno de la historia”. Una crítica también a ese Partido Comunista que Palmiro Togliatti definió como “jirafa” por su forma anómala, publicada en el Corriere della Sera.
Tenéis cara de hijos de papá. /Que la buena casta no engaña. /La misma mirada maligna. /Sois miedosos e irresolutos y estáis desesperados /(¡magnífico!), pero también sabéis cómo ser /prepotentes, desafiantes y seguros: prerrogativas pequeño-burguesas, amiguitos. /Cuando ayer en Valle Giulia os liasteis a mamporros con los polizontes, / ¡yo simpatizaba con los polizontes! /Porque los polizontes son hijos de pobres. /Vienen de las periferias: campesinas o urbanas, no importa […].
Luciana Castellina, periodista, miembro del PCI y directora del semanario que publicaba la federación juvenil del partido, cree que aquello fue un malentendido inicial luego resuelto. “Decía algo sacrosanto, algo de verdad. El policía era un pobre hombre que venía de una zona campesina y no podía aspirar a otro trabajo. Los estudiantes eran los privilegiados. Él no había visto todavía que había una unidad entre ambos: los dos eran un modo distinto de una modernización que no tenía nada que ver con la superación de la desigualdad social”. La poesía fue una bomba. También la síntesis de las mil caras de la burguesía, la falsa modernidad y el veneno de la sociedad de consumo. La de aquel ambiente adormecido en el que irrumpía la violencia del deseo en Teorema (1968) con un extraño y guapo visitante que se pasaba por la piedra a toda la familia de un industrial milanés.
La película, como tantas otras, fue secuestrada por la fiscalía por obscena y le costó otro juicio. Fueron 33 procesos, cientos de audiencias, tres condenas en primer grado, dos absoluciones y un par de amnistías… Registros que harían palidecer a un gran capo de la Cosa Nostra, como se cuenta en Il libro bianco di Pasolini (Compagnia Editoriale Aliberti, 2022). Un sufrimiento que le atravesó en silencio, como puede leerse en sus pensamientos íntimos en Lettere (Garzanti, 2022), abundante compendio epistolar recién aparecido. Pero también como recuerda su amiga Maraini. “A veces se desesperaba por esas críticas, ese odio. Pero era valiente y desafiaba esa maldad. En lugar de someterse, desafiaba. Jamás con la violencia”. La que usaron sus enemigos cuando decidió no estar callado. Parecida también a la de muchos de los suyos, encogidos ante a su idea de libertad. Aunque ahora le celebren.
* Daniel Verdú, nació en Barcelona en 1980. Aprendió el oficio en la sección de Local de Madrid de El País. Pasó por las áreas de Cultura y Reportajes, desde donde fue también enviado a diversos atentados islamistas en Francia o a Fukushima. Hoy es corresponsal en Roma y el Vaticano. Cada lunes firma una columna sobre los ritos del ‘calcio’.
****
Marco Tullio Giordana «Este asesinato fue un delito cultural»
El cineasta Marco Tullio Giordana (Milán, 71 años) responde al teléfono casi por casualidad. Se encuentra en un aprieto familiar, apenas sin tiempo. Al oír el nombre de Pier Paolo Pasolini, se lo piensa uno instantes y concede hablar unos segundos y responder por correo electrónico algunas preguntas. La obra de PPP tuvo un impacto enorme en el autor de La mejor juventud —título de una recopilación de poesías del proprio Pasolini— o Los cien pasos. Tanto, que en 1995 decidió rodar Pasolini, un delito italiano, una magnífica película sobre asesinato del cineasta y escritor.
-¿Qué impacto ha tenido el cine de Pasolini en usted y en la sociedad italiana? ¿Cuáles serían las películas donde se ve mejor esa influencia?
Respuesta. Las películas de Pasolini se rodaron en un tiempo muy breve, en apenas 15 años: del 1961 al 1975. Son muy distintas entre sí, cada una es imprevisible y, a su manera, innovadora. Desde las primeras en las que se mostraba a los excluidos del “milagro económico” italiano (Accatone, Mamma Roma, La ricotta, Uccellacci e uccellini) a las de inspiración sagrada y relgiosa como El evangelio según San Mateo, Localizaciones en Palestina. O las de una crítica feroz antiburguesa como Teorema, Pocilga o Edipo Rey; también las de sugestión nostálgica y fábula como El Decamerón, Las mil y una noches o Los cuentos de Canterbury; hasta la distópica Saló y los 120 días de Sodoma, ambientada en el futuro que nos espera más que en el colapso del fascismo en 1945. Son películas que van en direcciones centrífugas, muy distintas. Y puedo decir que de cada una de ellas he aprendido algo y que toda su obra ha tenido una gran influencia en mi formación. Me fascinaba, pero siempre supe que no debía intentar imitarlo. El estilo de Pasolini es inimitable y nadie puede copiarle sin caer en el ridículo.
-¿Por qué decidió escribir Pasolini, un delito italiano, una película sobre su asesinato?
R. Cuando rodé mi película corría 1994 y Pasolini todavía no se había convertido en el monumento nacional que es hoy. El prejuicio contra él era todavía muy fuerte y su obra —poética, literaria, ensayística, cinematográfica— era considerada bastante molesta. Quería mostrar cómo su muerte supuso una grieta para Italia, la pérdida de una inteligencia, sin prejuicios e irregular, sin la cual habríamos sido todos más frágiles y expuestos a la manipulación. Una pérdida que destrozó no solo a sus amigos, sino también a sus enemigos, que quizá desde entonces comenzaron a lamentarlo.
-Después de casi 30 años de haber rodado la película, ¿qué piensa hoy de la muerte de Pasolini? ¿Tiene otras impresiones?
R. Pienso lo mismo. Se trató de un delito de grupo ideado en los ambientes de la pequeña delincuencia, no necesariamente con una mandato político. Incluso si muchos piensan que fue un homicidio orquestado por los fascistas o por cuerpos desviados del Estado. Es algo que, sinceramente, me parece improbable. Pero incluso siendo sus responsables un grupo de idiotas sin finalidades ocultas, solo un linchamiento o un asalto que salió mal, es importante recordar el clima de odio que siempre suscitó en los bienpensantes la homosexualidad de Pasolini y su ser, ya sea en modo contradictorio y de “herejía” de un hombre de izquierda. Creo que más que de un delito político se debe hablar de un delito cultural, madurado en el caos de una mentalidad criminal fascistoide que ni siquiera hoy ha desaparecido del todo. Esta es la razón por la cual no sabremos nunca la verdad, nadie ha querido buscarla nunca realmente.
Lecturas
Pasolini, el último profeta. Biografía. Miguel Dalmau, Tusquets
La insomne felicidad. Antología poética. Traducción de Martín López-Vega, Galaxia Gutenberg
Maravillosa y mísera ciudad. Poemas romanos. Traducción de María Bastianes y Andrés Catalán, Ultramarinos
Teatro. Traducción de Amelia Pérez de Villar, Punto de Vista
Chavales del arroyo. Novela. Traducción de Miguel Á. Cuevas, Nórdica
****
Un paseo por la galaxia Pasolini, a cien años de su nacimiento
Un libro recoge entrevistas y conversaciones desde su debut como cineasta hasta su muerte. A la vez, un ciclo en streaming lo celebra.
Diego Mate
Revista Ñ, 5-3-2022
Es un lugar común, pero no por eso deja de ser cierto: después de su asesinato en 1975, la figura de Pier Paolo Pasolini creció y se expandió hasta volverse uno de los hitos del cine de cualquier época. Hoy existe algo que podríamos llamar galaxia Pasolini, un universo en el que gravitan tanto filmes como poemas, obras de teatro, ensayos, estudios lingüísticos y semiológicos e intervenciones de todo tipo. Pasolini por Pasolini (El Cuenco de Plata) llega, si no para ordenar ese caos estelar, al menos para llamar a detenerse en uno de los planetas, el del cine, el más rico y misterioso de todos.
El libro incluye entrevistas y conversaciones que van desde 1961, año de Accattone, hasta su muerte en 1975. El Cuenco de Plata, que ya cuenta en su catálogo con Pasiones heréticas y La divina mímesis, publica ahora una traducción a cargo de Guillermo Piro del libro Per il cinema, editado por Arnoldo Mondadori en 2001. Pasolini por Pasolini muestra el pensamiento del director y poeta en un estado nuevo, condensado en sus puntos neurálgicos, como si la palabra hablada obligara a Pasolini a detenerse en lo esencial, a afinar el discurso y la argumentación, aunque sin perder nada de la lucidez ni de la precisión que caracterizan otros textos suyos, a veces de una gran complejidad escritural y conceptual, como muchos de los que integran el mítico Empirismo herético, de 1972.

Una de las muchas discusiones que el libro recoge es la de los vínculos conflictivos del cine pasoliniano con el realismo (y con el neorrealismo). Con una economía teórica impresionante, Pasolini explica en pocas palabras que su cine no solo nunca persiguió ninguna forma de realismo, sino que hizo todo lo que pudo para liberarse de sus mandatos y explorar así la fuerza estética de una épica recostada sobre el pasado remoto del mito cristiano. Sí, mito: Pasolini ve en la religión el eco de tiempos pretéritos que le permiten huir de un presente secular y globalizado que le resulta intolerable.
La pobreza de Accattone, por caso, de sus amigos y de su familia, no debe verse entonces como un comentario sobre la vida marginal en las periferias de Roma sino como el proyecto de filmar un puñado de gestos y acentos inmemoriales que se alimentan (valga la contradicción) de siglos de hambre y miseria. La yuxtaposición temporal como método ayuda además a revelar aspectos del presente: por ejemplo, el hijo proletario de Mamma Roma es “crucificado” por instituciones burguesas dedicadas a poner en su sitio a proletarios díscolos.
¡Yo simpatizaba con los policías!
El pensamiento de Pasolini procede mediante choques y contramarchas que provocan y revelan a la vez dimensiones veladas del problema (una marca seguramente de su formación marxista siempre desobediente, a distancia del PCI y de la experiencia soviética (situación parecida a la de Nanni Moretti unas décadas después). Un tema recurrente en las entrevistas del libro es el del espectador: a quién hablarle, cómo dirigírsele. Ante un auditorio estupefacto, Pasolini, el marxista, el poeta popular, asegura filmar solo para una élite. Sus películas no están destinadas, asegura, a “los peones calabreses”. Escándalo y consternación.
La idea de élite, que enciende velozmente el debate público organizado por la revista Controcampo, le sirve a Pasolini para discutir la cuestión de la masificación: si la cultura moderna uniforma a los espectadores, si el cine popular se dirige con modos embrutecedores tanto a proletarios como a burgueses, afirma, no queda otra alternativa que filmar para un puñado de espectadores capacitados para dialogar con sus películas (“creo que el cine popular puede decirse ‘popular’ solo si no cede nada a lo que se cree gusto popular”). El golpe de polémica ayuda al director a medirse con fuerzas renovadas ante el problema, como ya lo hiciera como poeta en “¡¡El PCI para los jóvenes!!”, cuando escribió una defensa en verso de los policías (proletarios) frente a una agresión de estudiantes (que Pasolini ve como burgueses envalentonados).
Todo conduce una vez más a una querella estética que el propio Pasolini fijó en los 60 con dos términos bien conocidos: cine de prosa y cine de poesía. Modelada por sus incursiones en la lingüística y la semiología estructural, la tensión alude a si un filme se ofrece como una ventana al mundo o si, por el contrario, la cámara “se siente”. La toma de partido por el cine de poesía y por el recurso de la “subjetiva indirecta libre” obedece a un proyecto personal que Pasolini denominaba mitificación, y que consistía en dar cuenta de los temblores que resuenan en el presente desde momentos remotos eludiendo cualquier exigencia de fidelidad histórica.
Todo se reduce a un magma afectivo, a la experiencia de una “angustia prehistórica respecto a la angustia existencialista burguesa, históricamente determinada” que los dialectos, la jerga, la vulgaridad y el quiebre con los modos del cine clásico ayudan a arrancar y a hacer visible, que el anacronismo sirva como forma de resistencia contra los embates de un presente degradado.
El sonido y la furia
Durante el mes de marzo Mubi dedica un breve ciclo a Pasolini con motivo de su centenario con tres películas. La primera es Accattone (5/3), el debut como director que continúa los intereses de sus poemas, guiones y una novela anteriores. El protagonista es un proxeneta accidentado que obliga a prostituirse a sus parejas. Accattone (el gran Franco Citti) está desgarrado, escindido, no sirve “ni para cafisho ni para ladrón”; un hombre roto dispuesto a todo con tal de no trabajar. Cuando conoce a Stella, una campesina inocente, su mundo, con él mismo adentro, se desmorona.
El interés por lo mítico y por una “existencia tribal” conducen a Pasolini a revisar los grandes relatos de la civilización. El evangelio según San Mateo (14/3) es su primera investigación sobre la vida premoderna. Un Jesús de mirada amenazante viaja por el desierto junto a los apóstoles comunicando la buena nueva. La caridad cristiana se alía con un gesto apenas disimulado de rebelión contra los poderosos.
Un Cristo marxistoide con el que Pasolini proyecta en el pasado los conflictos de su tiempo. Como en todo cine bíblico, Pasolini se enfrenta al problema de filmar nada menos que la enunciación de la palabra de Dios. La solución: mostrar a Jesús solo, casi de frente a la cámara, hablando con tono firme. Dios vive en los detalles, decía Aby Warburg, y Pasolini, el poeta marxista, lo encuentra en la frontalidad y el despojo (la humildad) formal del plano donde ningún otro director (salvo tal vez Rosellini) lo buscó antes.
Edipo Rey (29/3) le abre al cineasta nuevos horizontes. Filmada entre el presente en Italia y el pasado en Marruecos en medio de aldeas y rituales nativos, la historia de Sófocles se desheleniza y se vuelve escandalosamente universal. Un cuento hecho de pulsiones primordiales: Edipo (de nuevo Citti) se lanza o huye del combate abriendo los brazos y gritando como si ya no hubieras palabras que pudieran contener el furor de la sangre y la descarga de la violencia.