Estados Unidos – ¡Qué despilfarro! 778.000 millones de dólares para el Pentágono y seguramente más aún. [William Hartung]

A l’encontre, 6-2-2022

Traducción de Correspondencia de Prensa, 10-2-2022

El 2021 fue otro año excepcional para el complejo militar-industrial, ya que el Congreso aprobó un gasto casi récord de 778.000 millones de dólares para el Pentágono y para investigaciones en materia de ojivas nucleares en el Departamento de Energía. Son 25.000 millones de dólares más de lo que había solicitado el Pentágono.

Hay que destacar la enorme cantidad de dinero de los contribuyentes que se destina al Pentágono. El astronómico presupuesto del departamento es, por ejemplo, más de cuatro veces el costo de la versión más reciente del plan Build Back Better [Reconstruir mejor»] del Presidente Joe Biden. Un plan al que se opusieron -horrorizados- el senador Joe Manchin (demócrata de Virginia Occidental) y otros conocidos conservadores fiscales. Naturalmente, no pestañearon cuando llegó el momento de dilapidar cada vez más dinero de los contribuyentes en el complejo militar-industrial.

Se oponen al Build Back Better mientras se inyecta tanto dinero en el Pentágono, lo que es el colmo de la hipocresía cuando se trata del presupuesto y la seguridad nacional. La Oficina Presupuestaria del Congreso calculó que, si se mantienen las tendencias actuales, el Pentágono podría recibir una cantidad monumental de más de 7,3 billones de dólares durante la próxima década, más de lo gastado durante la década de mayor intensidad de las guerras de Afganistán e Irak, una época en la que había hasta 190.000 soldados estadounidenses sólo en esos dos países. Lamentablemente, pero como era de esperar, la decisión del presidente Joe Biden de retirar las tropas (y las empresas contratistas) estadounidenses de Afganistán no produjeron ningún dividendo en lo que respecta a la paz. Por el contrario, cualquier ahorro derivado del retiro de Afganistán ya se está invirtiendo en programas que buscan contrarrestar a China, la amenaza preferida por Washington para justificar su presupuesto (aunque, por el momento, aparezca eclipsada por la posibilidad de una invasión rusa de Ucrania). Un argumento utilizado pese a que los gastos militares estadounidenses son tres veces superiores a los de China.

El presupuesto del Pentágono no sólo es gigantesco, sino que está plagado de despilfarros: desde enormes sobreprecios en los repuestos hasta armas que no funcionan y cuyo precio es prohibitivo, pasando por guerras interminables con inmensas consecuencias humanas y económicas. En otras palabras, el nivel actual de gastos del Pentágono es innecesario e irracional.

Piezas de repuesto excesivamente caras

El sobreprecio de las piezas de recambio del Pentágono tiene una larga y poco gloriosa historia. Durante la presidencia de Ronald Reagan [1981-1989] en la década de 1980, alcanzó su máxima visibilidad pública . En aquel momento, la cobertura mediática de los asientos de inodoros a 640 dólares y las cafeteras pagadas 7.600 dólares provocó la indignación del público y una serie de audiencias en el Capitolio, lo que reforzó la determinación de los miembros del Congreso. Durante esos años, limitaron efectivamente al menos los peores excesos de la escalada militar de Reagan.

Esas historias de precios no surgieron de la nada. Son obra de personas como el legendario denunciante del Pentágono Ernest Fitzgerald [ingeniero de la Fuerza Aérea y denunciante]. Fue conocido por primera vez cuando denunció los esfuerzos de las Fuerzas Aéreas por ocultar miles de millones de dólares de sobrecostos en el enorme avión de transporte C-5A de Lockheed. En ese momento, Verne Orr, quien había sido Secretario de la Fuerza Aérea [1981-1985], lo describió como «el hombre más odiado de la Fuerza Aérea». Ernest Fitzgerald y otros informantes del Pentágono pasaron a ser fuentes de Dina Rasor, una joven periodista que empezó a llamar la atención de los medios de comunicación y de los representantes del Congreso sobre los sobreprecios de las piezas de recambio y otras monstruosidades militares. Finalmente, formó una organización, el Proyecto sobre Adquisiciones Militares, para investigar y denunciar el despilfarro, el fraude y los abusos. Esta organización acabó convirtiéndose en el Project on Government Oversight (POGO), el organismo de control actualmente más eficaz sobre los gastos del Pentágono.

Un reciente análisis de POGO, por ejemplo, documentó la mala conducta de TransDigm [material aeronáutico], un proveedor de piezas de recambio al que el inspector general del Departamento de Defensa descubrió cobrando al Pentágono hasta un 3.800% de más, ¡sí, 3800%  más caro! -en productos de uso común. La empresa sólo pudo hacerlo porque, extrañamente, las normas de contratación del Pentágono impiden a los funcionarios contratantes obtener información precisa sobre lo que debería o podría costar la fabricación de un determinado artículo a la empresa proveedora.

En otras palabras, gracias a la normativa del Pentágono, estos funcionarios encargados de la supervisión están literalmente ciegos cuando se trata de controlar los costos. Las empresas que suministran a los militares aprovechan esta circunstancia. De hecho, la Oficina del Inspector General del Pentágono descubrió más de 100 cobros excesivos sólo por parte de TransDigm, por un valor de 20,8 millones de dólares. Una auditoría completa de todos los proveedores de piezas de repuesto permitiría sin duda encontrar miles de millones de dólares malgastados. Y esto, por supuesto, repercute en los costos cada vez más elevados de los sistemas de armamento, una vez terminados. Como dijo una vez Ernest Fitzgerald, un avión militar no es más que una colección de «piezas de recambio carísimas que vuelan en formación».

Armas que este país no necesita a precios inadmisibles

Otro de los aspectos del despilfarro del Pentágono son las armas que no necesitamos a precios inadmisibles; sistemas de armamento que, aunque cuesten sumas astronómicas de dinero, no cumplen su promesa de mejorar nuestra seguridad. El ejemplo más claro de estos sistemas caros y disfuncionales es el avión de combate F-35, una aeronave con múltiples misiones que, finalmente, no es capaz de efectuar. El Pentágono necesita comprar más de 2.400 F-35 para las Fuerzas Aéreas, los Marines y la Marina. El costo estimado de la adquisición y explotación de estos aviones a lo largo de su vida útil es de 1.700.000 millones de dólares, lo que lo convertiría en el proyecto armamentístico más caro jamás emprendido por el Pentágono.

Érase una vez (como en un cuento de hadas) una idea para la creación del F-35: construir un avión que, bajo varias variantes, fuera capaz de realizar muchas tareas diferentes a un costo relativamente bajo, con un ahorro potencial generado por las economías de escala. En teoría, eso significaba que la mayoría de las piezas de los miles de aviones que se iban a construir serían las mismas para todos. Este enfoque demostró ser un fracaso absoluto hasta el momento, hasta el punto de que los investigadores de POGO están convencidos de que, probablemente, el F-35 nunca estará totalmente preparado para el combate.

Sus fracasos son demasiado numerosos para detallarlos aquí, pero algunos ejemplos deberían bastar para sugerir por qué el programa debe reducirse significativamente, o cancelarse por completo. En primer lugar, aunque está destinado a brindar apoyo aéreo a las tropas de tierra, ya demostró que no está bien diseñado para ello. De hecho, esta tarea ya la realiza mucho mejor y más barata el actual avión de ataque A-10 «Warthog». Una evaluación del Pentágono de 2021 sobre el F-35 -y no olvidemos que se trata del Departamento de Defensa, no de un experto externo- encontró 800 defectos no resueltos en el avión. Algo típico de sus interminables problemas: un casco de alta tecnología extremadamente caro y que no es especialmente funcional, a un costo de 400.000 dólares cada uno, y que se supone que le da a su piloto una conciencia especial de lo que ocurre alrededor, debajo del avión y en el horizonte. Y tampoco hay que olvidar que el F-35 será increíblemente caro en cuanto a su mantenimiento y ya cuesta la friolera de 38.000 dólares por hora de vuelo.

En diciembre de 2020, el presidente de la comisión de servicios armados de la Cámara de representantes, Adam Smith [demócrata de Washington], dijo finalmente que estaba «cansado de inyectar dinero en el agujero sin fondo del F-35». Incluso el antiguo Jefe del Estado Mayor de la Fuerza Aérea, el general Charles Brown, reconoció que no podía cumplir su propósito original -ser un caza de bajo costo- y que tendría que ser complementado con un avión más barato. Lo comparó con un Ferrari, y añadió: «No vas en un Ferrari al trabajo todos los días, sólo lo utilizas los domingos». Una confesión sorprendente, teniendo en cuenta las afirmaciones iniciales de que el F-35 sería el avión de caza barato y ligero de la Fuerza Aérea y el caballo de batalla por excelencia para las futuras operaciones aéreas.

Ya no queda claro cuál es la razón para construir más F-35 en un momento en que el Pentágono está obsesionado con la preparación de una posible guerra con China. Después de todo, si China es la preocupación ( sin duda exagerada), es difícil imaginar un escenario en el que los cazas entren en combate contra aviones chinos, o se dediquen a proteger a las tropas estadounidenses en tierra, en un momento en el que el Pentágono se está centrando cada vez más en los misiles de largo alcance, las armas hipersónicas y los aviones no tripulados como sus armas preferidas contra China.

Cuando todo lo demás falla, el argumento de reserva del Pentágono para el F-35 es el número de puestos de trabajo que creará en los estados o condados de los congresistas clave. Resulta que prácticamente cualquier otra inversión pública aportaría más puestos de trabajo que el F-35. Sin embargo, tratar los sistemas de armamento como programas de trabajo ha contribuido durante mucho tiempo a inflar el gasto del Pentágono mucho más allá de lo necesario para garantizar una defensa adecuada de Estados Unidos y sus aliados.

Y este avión no es ni mucho menos el único en la continua historia de gastos excesivos del Pentágono. Muchos otros sistemas también merecen ser consignados al basurero de la historia, sobre todo el Littoral Combat Ship-LCS [fragatas ligeras furtivas], esencialmente un F-35 basado en el mar. Igualmente diseñado para múltiples funciones, este barco también ha fracasado en todas las formas imaginables. La Armada está tratando de encontrar una nueva misión para el LCS, con poco éxito.

A eso se suma la compra de portaaviones obsoletos por valor de hasta 13.000 millones de dólares y a gasto previsto de más de un cuarto de billón de dólares en un nuevo misil con armas nucleares, conocido como Ground-Based Strategic Deterrent (GBSD). Estos misiles con base en tierra se encuentran, según el ex secretario de Defensa William Perry [1994-1997], «entre las armas más peligrosas del mundo», ya que en pocos minutos, un presidente podría tomar la decisión de lanzarlos en caso de ataque nuclear enemigo. En otras palabras, una falsa alarma (de la que ha habido muchos ejemplos durante la era nuclear) podría provocar una conflagración nuclear mundial.

La organización Global Zero [cuyo objetivo es reducir drásticamente las armas nucleares] ha demostrado de forma convincente que la eliminación total de los misiles terrestres, en lugar de la construcción de otros nuevos, haría que Estados Unidos y el resto del mundo estuvieran más seguros, dejando una pequeña fuerza de submarinos y bombarderos con armas nucleares para disuadir a cualquier nación de iniciar una guerra nuclear. La eliminación de los ICBM (misiles balísticos intercontinentales) sería un primer paso saludable y rentable hacia la «cordura nuclear», como el ex analista del Pentágono Daniel Ellsberg y otros expertos lo han demostrado sobradamente.

La estrategia de defensa estadounidense «Cover-the-Globe»

Y sin embargo, por increíble que parezca, no he mencionado aún el mayor despilfarro de todos: la estrategia militar de «cobertura global», que incluye una «huella» planetaria de más de 750 bases militares, más de 200.000 soldados estacionadas en el extranjero, enormes y costosos portaaviones flotando eternamente en los siete mares, y un enorme arsenal nuclear que podría destruir la vida tal como la conocemos (con miles de ojivas en reserva).

Basta con mirar los costos humanos y económicos de las guerras estadounidenses posteriores al 11-S para ver la absoluta insensatez de esa estrategia. Según el Proyecto sobre los costos de la guerra de la Universidad de Brown, los conflictos dirigidos por Estados Unidos en este siglo han costado 8 billones de dólares o más, con cientos de miles de víctimas civiles, miles de soldados estadounidenses muertos y cientos de miles más que sufren lesiones cerebrales traumáticas y trastornos de estrés postraumático. ¿Y para qué? En Irak, Estados Unidos allanó el camino para un régimen sectario que contribuyó luego a crear las condiciones para que el ISIS (Daech) invadiera y conquistara grandes partes del país, antes de ser repelido (sin haberlo derrotado completamente) pagando el precio de muchas vidas y secuelas. Mientras tanto, en Afganistán, tras un conflicto que estaba destinado al fracaso en la medida en que se convirtió en un ejercicio de «construcción de la nación» y de contrainsurgencia a gran escala, los talibanes están ahora en el poder. Es difícil imaginar una condena más elocuente de la política de guerra sin fin.

A pesar de la retirada de EE.UU. de Afganistán, en la que la administración Biden tiene un gran mérito, el gasto en operaciones antiterroristas a nivel mundial sigue siendo elevado, a través de las misiones permanentes de las fuerzas de operaciones especiales, a los reiterados ataques aéreos, a la ayuda y el entrenamiento militar permanentes, y a otros tipos de compromiso, sin llegar a la guerra total. Biden tenía la oportunidad de replantear su estrategia, pero optó por un enfoque de statu quo ante, al insistir en mantener bases militares importantes en Medio Oriente, al mismo tiempo que aumentaba modestamente la presencia de tropas en el este asiático.

Cualquiera que haya seguido las noticias sabe -a pesar de los titulares actuales sobre el envío de tropas y aviones a Europa del Este y de armas a Ucrania en respuesta a la acumulación de fuerzas rusas en las fronteras de ese país- que el argumento principal para mantener el presupuesto del Pentágono en su nivel actual sigue siendo la ¡China, China, China! No importa que los mayores retos de Pekín sean políticos y económicos, y no militares. La «inflación de las amenazas» contra China sigue siendo la forma más segura para el Pentágono de obtener aún más recursos, una táctica que ha sido promovida repetidamente en los últimos años, entre otros, por analistas y organizaciones que tienen vínculos estrechos con la industria armamentística y el Departamento de Defensa.

Por ejemplo, en el seno de la Comisión de Estrategia de Defensa Nacional [National Defense Strategy Commission], órgano encargado por el Congreso de criticar el documento oficial de estrategia del Pentágono, más de la mitad de sus miembros pertenecían a consejos de administración de empresas armamentísticas, a consultores de la industria armamentística o a grupos de reflexión fuertemente financiados por empresas armamentísticas.

No es de extrañar que la comisión pidiera un aumento anual del 3 al 5% en el presupuesto del Pentágono para el futuro inmediato. Si se siguiera este plan, tendremos que hablar de un billón de dólares al año a mediados de esta década, según un análisis de Taxpayers for Common Sense. En otras palabras, ese aumento sería insostenible en un país con tantas otras necesidades, pero eso no impedirá que los halcones del presupuesto del Pentágono lo utilicen como bandera.

En marzo de este año, se espera que el Pentágono publique su nueva estrategia de defensa nacional y su presupuesto para 2023. Hay algunos pequeños atisbos de esperanza, como los informes de que la administración podría abandonar algunos de los peligrosos (e innecesarios) programas de armas nucleares puestos en marcha por la administración Trump.

Sin embargo, el verdadero reto -elaborar un presupuesto que aborde cuestiones reales de seguridad como la salud pública y la crisis climática- requeriría una nueva mentalidad y una presión pública persistente para recortar el presupuesto del Pentágono, reduciendo al mismo tiempo el tamaño del complejo industrial militar. Si no se produce un cambio de rumbo significativo, el 2022 volverá a ser un año brillante para Lockheed Martin y otros grandes fabricantes de armas, en detrimento de la inversión en los programas necesarios para combatir los desafíos más urgentes, desde las pandemias hasta el cambio climático, pasando por la desigualdad mundial.

(Publicado en TomDispatch, 3-2-2022)

* William D. Hartung, colaborador habitual de TomDispatch, es director de investigaciones del Quincy Institute for Responsible Statecraft, autor de «Profits of War: Corporate Beneficiaries of the Post-9/11 Surge in Pentagon Spending» (Proyecto sobre los costos de la guerra de la Brown University’s the Costs of War Project and the Center for International Policy, setiembre de 2021) y asesor principal del Security Assistance Monitor.