Mientras el viejo León Trotski cuidaba sus queridos cactus y escribía de política en casa, el presidente Lázaro Cárdenas no dejaba de recibir cartas para que ordenase su expulsión de México. El mito proscrito de la Revolución rusa, el látigo errante del Kremlin, el hombre al que Stalin quería muerto, dos veces muerto, rematadamente muerto, debía ser perseguido y hostigado allá donde fuese y los estalinistas mexicanos cumplían con su parte de la estrategia de acoso y derribo. Desde cada rincón del país donde hubiese una célula comunista salía un telegrama o una misiva contra el “agente de las compañías petroleras y del Imperialismo yanqui”, como, por ejemplo, lo calificaba en su carta el Sindicato Gremial de Albañiles de Papantla, un pueblo de Veracruz...