Omar Brouksy e Ihssane El Omri
Las razones de la indignación
Omar Brouksy*
Sin Permiso, 4-10-2025
Correspondencia de Prensa, 7-10-2025
Las manifestaciones urbanas que actualmente sacuden el reino son consecuencia de una política antisocial iniciada hace más de diez años. A la espera de una salida de la crisis, ahora habrá un “antes” y un “después” del 27 de septiembre. A pesar de la represión, las manifestaciones han sido en su mayoría pacíficas y masivas, con ruptura de lunas en algunos bancos y comercios. Pero el pasado 1 de octubre hubo un intento de asalto a una comisaría de policía en el pueblo de Laqliaa, que resultó en dos muertos.
El miércoles 17 de septiembre de 2025, las primeras noticias que circularon en Agadir, una de las ciudades más turísticas del sur de Marruecos, parecían rumores ya que eran a la vez graves e inverosímiles. En menos de una semana, ocho mujeres murieron en el hospital público después de dar a luz por cesárea debido a la indiferencia del personal del hospital y la casi ausencia de material sanitario.
Es la onda de choque, en Agadir y más allá. La indignación es inmediatamente transmitida por las redes sociales en un ambiente de tensión que se amplifica día a día. Una semana después del drama, aparece una página con un nombre muy curioso en Instagram y Facebook: GenZ 212. Descubrimos, sobre todo, que lanza un llamamiento a la manifestación contra el deterioro de los sectores de la salud y la educación, con dos fechas: el 27 y el 28 de septiembre a partir de las 18 horas.
A excepción del apoyo a Gaza, las cuestiones políticas y sociales internas no movilizan a mucha gente en Marruecos. Solo unas pocas personas pertenecientes a los movimientos de extrema izquierda -siempre las mismas- suelen congregarse ante el Parlamento. Pero este 27 de septiembre, alrededor de las 17 horas, la deflagración se convierte en sorpresa.
Miles de jóvenes, algunos de los cuales apenas han salido de la adolescencia, no solo han recorrido las arterias de las tres grandes ciudades de lo que se llama el «Marruecos útil» (Casablanca, el nervio de la economía marroquí, Rabat, la capital política, y Tánger, una gran ventana separada de Europa solo por unos veinte kilómetros de Mediterráneo), sino también en otras ciudades, como Marrakech, otro destino turístico muy codiciado, Tetuán y Oujda, al norte, Meknes, en el centro, etc., han experimentado la misma movilización de la juventud, sorprendiendo a todo el mundo.
Las protestas son a la vez negociadas y pacíficas, pero la represión es insostenible, con cientos de detenciones a menudo abusivas.
“El rey… es mi jefe”
La tensión social ya estaba en el aire debido a una serie de medidas antisociales, aplicadas durante más de diez años y cuyas consecuencias en materia de estabilidad política no se pudieron evitar. La “reforma” de la Caja de Compensación, dirigida en 2012 por el gobierno islamista post-Primavera árabe, dirigido por Abdelilah Benkirane, se tradujo en una drástica supresión de las subvenciones estatales, entre otros productos, al combustible y al gas butano.
Con voz triunfal, el gobierno declaró el 20 de junio de 2016 en Tánger que la “reforma” de la Caja de Compensación “ha hecho ganar al Estado 100 mil millones de dirhams [casi 10 mil millones de euros – ndlr]”. Pero los efectos de esta decisión sobre el poder adquisitivo de la clase media baja y las capas desfavorecidas se manifestarán más adelante, y serán devastadores.
La decepción con los islamistas del PJD (Partido de Justicia y Desarrollo, en el gobierno de 2011 a 2021) es profunda, alimentando, por el contrario, inmensas expectativas en el actual jefe de gobierno, Aziz Akhannouch, un multimillonario cercano al rey Mohammed VI. Fue nombrado para este cargo en 2021, después de que su partido, el Reagrupamiento Nacional de Independientes (RNI), ganara las elecciones legislativas.
De acuerdo con las “altas instrucciones de Su Majestad, que Dios glorifique”, como le gusta repetir, Akhannouch no cuestionó la política antisocial que su predecesor había puesto en marcha con el respaldo del monarca, su “jefe”. En febrero de 2013, Benkirane declaró a la prensa francesa que “para mí, el rey es el símbolo del jefe de Estado, es mi jefe”.
“Marruecos, escaparate de África”
Diciembre de 2022, el equipo de fútbol de Marruecos, compuesto por un 90% de jugadores nacidos y que juegan en Europa, se clasifica para la semifinal de la Copa del Mundo en Qatar. La población está eufórica. Alentado por este éxito, el rey se embarca en proyectos hercúleos extremadamente costosos pero cada vez más criticados. Además, Marruecos organizará la Copa del Mundo de 2030, junto con España y Portugal.
Muchos marroquíes siguen siendo escépticos, a pesar de su alegría deportiva y de las consignas manoseadas una y otra vez por los comunicadores del palacio: “Marruecos escaparate de África”, “El reino que se mueve”, “el Marruecos del TGV”…
Ante la asombrosa degradación de las infraestructuras sanitarias y educativas, los estadios construidos o en “reconstrucción” movilizan presupuestos faraónicos en un país donde las desigualdades sociales son entre las más fuertes del Magreb: el estadio que se está construyendo en Benslimane, entre Casablanca y Rabat, con una capacidad para 115.000 espectadores, costará al menos 500 millones de euros; el de Rabat, 340 millones de euros, finalmente la “reconstrucción” del estadio de Marrakech requirió 80 millones de euros.
Veinte días antes del discurso del trono, el 30 de julio de 2025, en el que el rey dijo por enésima vez que no aceptaba la existencia de “un Marruecos a dos velocidades”, una larga marcha, llamada la “marcha de la dignidad” fue organizada por cientos de habitantes del valle de Ait Bouguemez, en el Alto Atlas. Otras marchas del “Marruecos inútil”, una fórmula favorita del mariscal Lyautey, seguirán para llamar la atención sobre estas regiones sin salida al mar, que escapan a los “proyectos estructurantes bajo el alto patrocinio de Su Majestad, que Dios glorifique”, según la propaganda oficial, y cuyos habitantes aún viven en la edad de piedra.
El drama del hospital de Agadir se parece, por tanto, a esa gota que colma el vaso, haciendo salir a la superficie un largo e impopular proceso de toma de decisiones, cuyas consecuencias sociales han conducido a los trastornos sociales que el régimen intenta hoy, con dificultad, gestionar.
“Escuelas, no estadios”
¿Quiénes son estos jóvenes que recorren las ciudades del reino desde el 27 de septiembre? Forman parte de lo que llaman la Generación Z, nacida entre 1997 y 2012, una generación muy conectada en las redes Instagram, Snapchat, TikTok, y que aspira a una rápida autonomía social y financiera.
Su relación con la clase política, los partidos, el Parlamento o el gobierno se caracteriza por una gran desconfianza, incluso una hostilidad totalmente asumida. Contrariamente a lo que se podría pensar, no todos provienen de entornos desfavorecidos. Muchos pertenecen a la pequeña clase media urbana, dinámica e ingeniosa.
Se siente, al ver los vídeos que inundan las redes sociales, una gran sutileza en los mensajes transmitidos y un cierto sentido del humor, corrosivo y fino.
Incluso si sus reivindicaciones toman la forma de consignas de carácter social («El pueblo quiere la caída de la corrupción», «Akhannouch vete ya», «Salud y educación», «Ya no queremos una Copa del Mundo sino hospitales», «Queremos escuelas, no estadios», etc.), la aspiración a una sociedad democrática está presente y resumida por la consigna «Libertad, dignidad y justicia social», tomada de un famoso antepasado, el movimiento del 20 de febrero, nacido a raíz de la Primavera Árabe en 2011.
No hay cuestionamiento del rey
No cuestionan la existencia de la monarquía. Pero a menudo se le pide al rey que inicie y conduzca el cambio al que aspiran. A diferencia del movimiento del 20 de febrero, cuyos actores eran jóvenes activistas ya bien formados en los partidos de izquierda, las ONG de derechos humanos y los movimientos islamistas, las reivindicaciones de carácter constitucional y los desafíos de poder no figuran ni en el discurso ni en las reivindicaciones de los jóvenes de la GenZ 212.
La naturaleza de sus demandas traiciona, por el contrario, una cierta ingenuidad política y un desconocimiento de los desafíos del poder en un régimen donde el rey es el alfa y el omega de un juego político que controla y domina. El 3 de octubre, en la plataforma Discord, donde anuncian cada día los lugares y horarios de lo que llaman “las salidas”, sus primeras “peticiones”, dirigidas directamente al rey, son menos realistas que crédulas: iniciar un proceso judicial para juzgar a los corruptos; disolver a los partidos implicados en la corrupción, activar el principio de igualdad, organizar una sesión pública presidida por el rey y destinada a “juzgar” al actual gobierno, etc.
A esto se suma lo que se ha convertido, con el paso de los días, en una verdadera fijación: la dimisión de Akhannouch, una petición muy embarazosa para el rey dada la gran proximidad que une a los dos hombres.
Poner fin a sus funciones en tales circunstancias sería una confesión de debilidad de la monarquía y una decisión humillante para el actual jefe de gobierno, cuya lealtad al monarca siempre ha sido impecable. Y luego, ¿por quién lo reemplazaría? ¿El rey “imitará” al presidente francés y disolverá el Parlamento para provocar nuevas elecciones? ¿O terminará formando un equipo de tecnócratas y “gestionando” el reino a la espera del funcionamiento normal de las instituciones constitucionales?
A diferencia de la Primavera Árabe, donde el PJD, percibido en ese momento como una formación “virgen”, podía aparecer como una alternativa a la protesta política y social, la monarquía no parece tener hoy muchos resortes para responder institucionalmente a las expectativas de su juventud.
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La enorme brecha entre los jóvenes y las instituciones
Ihssane El Omri**

La relación entre la juventud marroquí y el Estado dice mucho sobre la brecha que se está ampliando hoy. Es todo el edificio institucional el que se tambalea a los ojos de una generación que ya no se reconoce en las estructuras existentes, percibidas como cerradas e indiferentes a sus preocupaciones.
La juventud marroquí está hoy en el centro de una paradoja histórica y demográfica que compromete el futuro del país. Representa aproximadamente un tercio de la población, es decir, casi 12 millones de personas de entre 15 y 34 años. En un Marruecos de 38 millones de habitantes, cuya edad media es de 30 años, esta categoría encarna tanto una oportunidad de desarrollo como una vulnerabilidad política.
Marruecos está viviendo una fase avanzada de su transición demográfica, el crecimiento del número de jóvenes se ralentiza, la fecundidad se sitúa en 2,3 hijos por mujer y la proporción de personas mayores aumenta gradualmente. Esta configuración corresponde a lo que los demógrafos llaman una “ventana de oportunidad demográfica”, un período durante el cual el aumento de la población en edad de trabajar podría convertirse en una palanca de crecimiento económico.
Sin embargo, lejos de transformar este potencial en dividendo, Marruecos deja a su juventud prisionera de un mercado laboral saturado y de instituciones fallidas.
El desempleo masivo y estructural atrapa a los jóvenes en la exclusión. Según las cifras del Alto Comisionado del Plan, el 33,4% de los jóvenes de 15 a 29 años están desempleados, con una tasa más alta en las zonas urbanas y entre los graduados de educación superior. Los graduados y las mujeres son los que más sufren esta exclusión.
Este desempleo estructural ilustra la quiebra de un modelo económico poco diversificado, donde los sectores con empleo estable no logran emerger frente al predominio de sectores volátiles y poco intensivos en mano de obra cualificada. Además, más de 4,5 millones de jóvenes de 15 a 24 años no tienen empleo, estudios ni formación (NEET), es decir, el 25% de los jóvenes. Esta exclusión masiva se traduce no solo en una ineficacia de las políticas de formación e inserción, sino también en una pérdida económica neta y un desperdicio de capital humano.
La relación entre la juventud marroquí y el Estado dice mucho sobre la brecha que se está ampliando hoy. Las cifras hablan por sí solas, según los resultados de la séptima ola del World Values Survey, el 42% de los jóvenes de 16 a 29 años dicen no confiar en las fuerzas armadas, el 51% en la policía, el 64% en el sistema judicial. La desconfianza hacia los políticos es aún más marcada: el 81% no confía en el gobierno, el 82% en los partidos políticos y el 74% no cree en las elecciones. Incluso la universidad, el 58% de los jóvenes no la ven como una institución creíble, el 56% de ellos son jóvenes de entre 16 y 24 años.
Es todo el edificio institucional el que se tambalea a los ojos de una generación que ya no se reconoce en las estructuras existentes, percibidas como bloqueadas e indiferentes a sus preocupaciones. Estas cifras, lejos de ser una simple observación estadística, revelan una ruptura de confianza que debilita el contrato social y alimenta a una juventud en busca de nuevos puntos de referencia. Marruecos vive así una situación de “crisis de representación”, los jóvenes, masivamente conectados y expuestos a una multitud de información cuya fiabilidad no siempre se verifica, no tienen un canal institucional para traducir sus peticiones en reformas concretas. Lo digital se convierte entonces en un ágora paralela, un espacio donde se desarrolla un contradiscurso político, fuera del ámbito oficial.
La historia reciente recuerda los peligros de la exclusión de los jóvenes. El papel de la juventud en los acontecimientos de 2011 en todo el mundo árabe es un brutal recordatorio de lo que representa una generación cuando se le priva de futuro. En Túnez, El Cairo, Sanaa o Rabat, fueron los jóvenes los primeros que salieron a la calle para exigir dignidad, justicia y libertad.
Marruecos, aunque relativamente a salvo de la radicalidad de los trastornos que han sacudido a sus vecinos, no ha escapado a esta dinámica. El movimiento del 20 de febrero, impulsado en gran medida por una juventud urbana y conectada, expresó reivindicaciones muy similares: fin de la corrupción, más justicia social, reformas democráticas y reconocimiento de los derechos fundamentales.
Si bien las reformas institucionales de 2011, en particular la nueva Constitución, permitieron contener la protesta, no respondieron a las expectativas subyacentes. La juventud que ocupó los lugares públicos y animó los debates en línea no solo buscaba un cambio de texto, sino una transformación real del sistema económico y político, una apertura que les permitiera proyectarse en su propio país.
Catorce años después, las reivindicaciones siguen siendo las mismas, pero más sociales que ideológicas. Desempleo masivo, desigualdades, calidad degradada de la educación y la salud, falta de movilidad social y desconfianza en las instituciones. La juventud marroquí de hoy exige reivindicaciones, en primer lugar, sociales y elementales. Un hospital digno de ese nombre, una universidad que forma y abre perspectivas reales, una administración más transparente y justa.
La juventud no espera grandes revoluciones ideológicas, simplemente pide que el Estado cumpla su misión fundamental, la de garantizar servicios públicos de calidad y oportunidades de inserción. La juventud solo reclama lo que le corresponde por derecho, y es precisamente esta legitimidad la que hace aún más escandalosa la represión a la que está sometida.
El Hirak del Rif en 2016 cristalizo esta contradicción. Miles de jóvenes han salido a la calle no para reclamar la caída del régimen, sino para denunciar el abandono de una región, la ausencia de hospital, la injusticia social, el desempleo endémico. Sin embargo, su protesta terminó en fuertes condenas, hasta veinte años de prisión. Incluso cuando las reivindicaciones de los jóvenes se inscriben en el campo social y evitan el terreno político frontal, se enfrentan a un aparato de seguridad que las lee como una amenaza existencial.
La brecha entre las aspiraciones legítimas y la represión revela una juventud debilitada por su falta de enlaces institucionales y supervisión. Expresa demandas justas, pero a menudo sin organización ni estrategia política estructurada. El déficit de experiencia y la incapacidad de transformar la ira en un proyecto concreto debilitan el alcance de las movilizaciones. Las reivindicaciones aparecen entonces difusas, a veces vagas y desconectadas de un plan de acción coherente.
En este vacío, la violencia se convierte en un lenguaje de sustitución, ya sea en la reacción desproporcionada de las fuerzas del orden o en los desbordamientos de algunos manifestantes. Esta espiral debilita el sentido mismo de las movilizaciones y permite al poder criminalizar la protesta, presentando a la juventud como incontrolable, ilegítima, incluso peligrosa.
El resultado es un doble fracaso. Un fracaso del Estado que se niega a escuchar demandas mínimas y las convierte en problemas de seguridad, y un fracaso de la juventud que, a falta de marcos y visión estratégica, ve sus demandas sofocadas y sus portavoces rotos por la represión. Sin embargo, este círculo vicioso es el producto de una relación bloqueada entre una generación ávida de dignidad social y un sistema institucional incapaz de reconocerla de otra manera que como una amenaza.
*Omar Brouksy, Profesor de Ciencias Políticas en la Universidad de Settat, periodista reconocido y represaliado. Autor entre otros «Mohammed VI, derrière les masques: Le fils de notre ami«.
**Ihssane El Omri, Activista de derechos humanos y miembro de Transparency International Maroc.